Un automóvil que sufre un desperfecto, y el repuesto que aparece en el lugar menos pensado.



Cuando la brújula de un tal William Burt dejó de señalar el norte y comenzó a girar descontroladamente, éste intuyo que estaba ante un descubrimiento importante. Era mediados del siglo XIX y el bueno de Burt se hallaba en tareas de relevamiento topográfico en los accidentados terrenos de la Península Superior del estado de Michigan, al norte de los Estados Unidos. Unos kilómetros más allá estaban las frías aguas del lago Superior, y al otro lado, los bosques poblados de arces de Canadá.

Lejos de alarmarse, el hábil Burt inventó una brújula solar con la cual poder orientarse en esos parajes de magnetismo enloquecido. Gracias a su ingenio y tenacidad se descubrieron unos enormes yacimientos de hierro y cobre, responsables de aquellas alteraciones en el imán.

Por alrededor de 1,8 billones de años los depósitos de hierro habían estado inmóviles, pero gracias a Burt y los emprendedores que lo sucedieron, se abrieron minas para extraerlo; las que generaron puestos de trabajo y promovieron el desarrollo de aquella región del país.

Ya en las primeras décadas del siglo XX, varias de esas minas eran propiedad de la Ford Motor Company. Una sola de ellas producía diariamente unas 450 toneladas de hierro. En el mismo lapso, once mil toneladas de carbón se obtenían de otras explotaciones pertenecientes a la misma empresa.

Cargados en centenas de vagones, los minerales recorrían el estado de Michigan hasta llegar a las plantas que Ford tenía en Detroit y alrededores. Se le sumaban allí otros materiales tales como madera, caucho y vidrio, provenientes de diversos orígenes.

Sometidas a diversos procesos, todas aquellas materias primas daban paso a relucientes componentes que formarían parte del producto final. La última etapa era la línea de ensamblado, donde aquellos trozos variopintos se iban uniendo, ajustando y atornillando, hasta que la tarea quedaba finalizada y un flamante automóvil salía rodando lentamente.

Para 1913 Ford había iniciado sus operaciones en Argentina, segunda filial fuera de los Estados Unidos. En 1922 se levantó la primer gran planta industrial de la empresa en nuestro país. Se ubicaba en el barrio de La Boca (en el mismo lugar donde River Plate tuvo su primer cancha a comienzos del siglo), casi sobre la Dársena Sur del antiguo Puerto Madero de Buenos Aires. Hasta allí, luego de semanas de travesía, llegaba alguno de los tres barcos de la flota privada de Ford repletos de autopartes en enormes cajas de madera.

La mano de obra argentina se encargaba del resto, y en ese lugar se ensamblaban los populares vehículos de la empresa para abastecer el mercado nacional. En 1926 se armaban 250 Ford T por día en la planta boquense, y ese mismo año se llegó a completar la unidad número cien mil de dicho vehículo.

De 1928 a 1931, el producto estrella de la compañía pasó a ser su modelo A, segundo gran éxito de la empresa después del modelo T. El Ford A gozó de tanto suceso entre los consumidores de todo el mundo, que cuando finalmente se lo dejó de producir se habían fabricado exactamente 4.849.340 unidades en distintas plantas alrededor del planeta.

Años después, a comienzos de la década del cincuenta, una de esas unidades estaba en poder de Gerónimo Osorio en Oasis. Su hijo Héctor –más conocido como Ñato– la recuerda como una “chatita modelo 1931, de color verde”. La utilizaban para hacer el reparto de pan que salía de los hornos de la panadería familiar, La Espiga de Oro.

Gerónimo fue miembro del grupo de fundadores que dio origen a Jardín América. Proveniente de Corpus, se radicó primero en Oasis y a mediados de los cincuenta se trasladaría a Jardín.

Su esposa Marta Meyer había fallecido y quedó él solo al frente de la familia, llevando adelante la crianza de los hijos: Esdras Luis (Tolo), Alberto Neftalí (Coco), Héctor Gerónimo (Ñato) y Beatriz María (Bety). Años después, fruto de un segundo matrimonio –con Olinda Otto–, nacerían Orlando Enrique (Paco) y Mario Walter.

Al frente de su negocio y con la ayuda de sus hijos, desde las oscuras horas de la madrugada se dedicaba a la tarea de preparar los panificados. Con las primeras luces del día, desde las chimeneas de la panadería se esparcía por todo Oasis el delicioso aroma del pan recién horneado.

Además del que se vendía en el local en Oasis, se preparaba pan para ser llevado a localidades vecinas: la entonces pequeña Jardín América, Hipólito Yrigoyen y otras poblaciones de la zona.

Con el pan hasta el tope del compartimento de carga y con las ruedas bien infladas para sortear mejor las irregularidades del terreno, el Ford A salía con Gerónimo y alguno de sus hijos más grandes para hacer el reparto diario a despensas y clientes particulares.

Uno de los destinos a donde llegaba el pan de Osorio era el establecimiento yerbatero de Tabay. Había iniciado sus actividades de la mano del suizo Bernardo Christ que se instaló en el lugar en 1925. Con la fuente de trabajo vinieron los obreros que formaron un pequeño caserío. Contaban con una escuela, una sucursal de la Soco de Santo Pipo –recordada empresa de ramos generales que llegó a contar con locales en varias poblaciones de la región– y hasta llegaron a tener un equipo de fútbol, llamado El Progreso.

La Escuela Nacional 368 del establecimiento Tabay congregaba a un variado alumnado. A los hijos de los trabajadores del establecimiento de Christ se sumaban los de los colonos japoneses que desde mediados de la década del 30 poblaban la zona de Campito. Los hermanos Hase y Kenichi Katogui –entre otros– fueron parte de aquel grupo de esforzados escueleros que diariamente recorrían una picada –abierta por sus laboriosos padres– de alrededor de 4 km de longitud en medio del monte para ir y venir de la escuela.

Su primer director fue Raúl Lamas, quien estuvo al frente de la institución por largos años. Cuando se jubiló, lo sucedió en el cargo el docente Pedro Pablo Moroz.

Una mañana de aquella primera mitad de la década del cincuenta, fue Alberto “Coco“ Osorio, por entonces con unos 18 años de edad, el encargado de salir a hacer el reparto junto a su progenitor. Con la ayuda de varios de sus hermanos cargaron la chatita, Gerónimo impartió instrucciones a los que se quedaban y encararon los rojos caminos de tierra con el vehículo al mando de Coco.

En aquellos años y con aquel tipo de vehículo, enfrentar esos caminos era una experiencia mucho más complicada que en la actualidad. Como tajos colorados que partían en dos al verde del monte, los caminos presentaban todo tipo de desafíos. Muchas dificultades y situaciones extremas podían suceder: desde el barro por el exceso de lluvias o la polvareda por la falta de las mismas, hasta cruzarse con alguna yarará disfrutando del sol, o un yaguareté en busca de la sombra.

Los problemas mecánicos tampoco resultaban extraños, y por ello cualquier persona al mando de un vehículo debía conocer al menos lo básico de la mecánica para poder salir airoso de algún apuro.

A Coco ya hacía un tiempo que don Gerónimo le había encargado la responsabilidad de manejar el Ford A y hacer el reparto. De a poco iba ganando experiencia y ya se sentía cómodo guiando el rodado. Sin embargo, quizás porque todavía no dominaba a fondo las mañas necesarias para moverse por aquellos complicados terrenos, aquel día tuvo un percance.

Habían dejado pan en la sucursal de la Soco de Tabay, y se dirigían con su sabroso cargamento hacía la pequeña villa de Jardín América. Al llegar a la zona del arroyo Margarita, existía –y aún sigue allí– una pronunciada subida que debían remontar. Ya lo habían hecho en otras oportunidades, así que casi sin pensarlo encararon directo rumbo a aquella elevación. Pero aparentemente esta vez Coco intentó una maniobra un tanto distinta a la habitual, lo que hizo que la mecánica del vehículo se esforzara más de lo normal.

Habían recorrido un buen trecho de aquella cuesta cuando un ruido metálico sumado a la pérdida de fuerza del vehículo les hizo notar que algo grave había pasado.

Empujado por la gravedad, el Ford A volvió sobre sus pasos hasta quedar nuevamente sobre terreno horizontal. Preocupado, Coco bajó a inspeccionar el vehículo y se encontró con la desagradable novedad: se había roto el palier1.

El acero producido con el hierro de aquellas tierras que habían dejado loca a la brújula de Burt y que había sido forjado siguiendo los altos estándares de calidad y eficiencia de la Ford Motor Company en Michigan, no había resistido en aquella pendiente misionera. La varilla de acero al manganeso de 32 1/8 pulgadas de longitud, terminada en una corona de 24 dientes, y que la mundialmente reconocida empresa automotriz identificaba con el código A4235, ahora estaba partida en dos y Coco tenía un gran problema.

Sin atender los retos y reproches de su padre, al pie de aquella cuesta, con el monte casi envolviéndolo, sabía que debía encontrar una solución. Analizó su situación, miró para un lado, miró para el otro, y cuando volvió a mirar para el lado de Tabay una sonrisa marcó su rostro. Le dijo a su padre que esperase en la sombra y acto seguido comenzó a caminar en dirección de aquel establecimiento, que no se encontraba muy lejos. Para su fortuna, el palier se le había roto casi en el lugar ideal.

El lector curioso seguramente se preguntará qué es lo que había en Tabay que hacía afortunada la situación de Gerónimo y Coco. ¿Acaso la Soco vendía repuestos de auto? ¿Quizás vivía por allí un mecánico de esos que pueden hacer maravillas con pocos recursos y arreglar cualquier cosa? Nada de eso. En Tabay estaba la escuela 368. Y la escuela tenía una campana.

No era una de aquellas clásicas campanas con forma de copa invertida, que suena al ser golpeada por un badajo –que es como se llama a la pieza que pende del interior– o por un martillo . Más bien era un humilde trozo de metal colgado de una viga cerca del mástil del establecimiento, que sonaba con un grave sonido al ser golpeado. Pero no se trataba de un trozo de chatarra cualquiera. Un hipotético operario de Ford que hubiese visitado la escuela lo podría haber identificado con precisión como la pieza A4235 del catálogo.

La campana de la 368 era un palier de Ford A.

Pieza A4235 - Palier de Ford A
Vista con mayor detalle de uno de los extremos del palier.

Aparentemente Coco al pasar con frecuencia por cercanías de la escuela, había visto la singular campana y con ojo detallista había identificado su procedencia. Ahora que se encontraba en apuros, su memoria no le traicionó y enseguida recordó donde podía conseguir rápidamente un repuesto para su vehículo.

Al llegar a la escuela se dirigió a hablar con el director, Raúl Lamas. Éste amable lo recibió y escuchó atento el pedido que el joven le planteaba: que le prestase por unos días la singular campana.

Raúl Lamas, director de la escuela 368

Entendiendo la situación, Lamas no tuvo inconvenientes en aceptar el pedido. Desató el palier-campana y se lo cedió cual cetro al preocupado Osorio. Ignoramos con qué elemento Lamas se arregló para llamar a clases e indicar los recreos mientras duró el préstamo.

Coco –que se ve que de mecánica sabía bastante– rápidamente volvió hasta su descompuesto Ford A, y se abocó a la tarea de reemplazar la pieza dañada. Con la ayuda de su sorprendido padre y el arsenal de herramientas que se guardaban debajo del asiento, tras un largo rato esforzándose debajo del vehículo, empapado en sudor y polvareda logró concluir la reparación, ajustar todos los bulones y dejar al Ford A nuevamente en condiciones.

Satisfechos y aliviados, finalmente siguieron su trayecto, esta vez tomando con mucho cuidado aquella cuesta traicionera. Pudieron terminar el recorrido, llevar el pan hasta Jardín y volver sin inconvenientes a Oasis para media tarde.

Días después compraron un nuevo palier en Santo Pipó, y devolvieron muy agradecidos a la escuela de Tabay aquella varilla de acero.

Todo entonces retornó a la normalidad: el pan siguió llegando a las casas de los vecinos de la región a bordo del Ford A con un palier nuevo; y la escuela volvió a hacer sonar su singular campana.


  1. Los palieres son los ejes a través de los cuales se transmite el movimiento desde el diferencial a las ruedas motrices.