Los protagonistas solo tienen en mente una cosa: llegar a la superficie.



Una historia de fantasmas del Japón antiguo relata la historia de la bella Okiku, que era sirvienta en la casa del samurai Aoyama, en Tokio.

La joven se resistía a los avances amorosos de su patrón, hasta que un día éste ideó un malvado ardid para obligar a la muchacha a convertirse en su amante.

El samurai escondió uno de los diez platos de costosa porcelana que había en la casa, y preparó la escena a los efectos de que la joven creyera ser la responsable de la desaparición. Por aquellos años un descuido como ese se castigaba directamente con la muerte.

Cuando Okiku se percató que faltaba uno de los valiosos platos, desesperada los volvió a contar varias veces. Convencida de haber sido la responsable de la pérdida, desolada fue hasta su patrón a confesarle su falta y esperar el castigo.

El malvado samurai entonces puso en marcha su plan: ofreció perdonar a la sirvienta si ésta accedía finalmente a sus lascivas propuestas. Aunque sabía que el castigo sería perder la vida, la honorable muchacha nuevamente rechazó el avance del caradura de Aoyama.

Enfurecido, el fornido guerrero agarró a la frágil sirvienta y la tiró en el pozo de agua que había en el patio de la casa. La joven murió y se transformó en un espíritu vengativo que desde ese día atormentó al asesino.

Por las noches se oía su fantasmal voz desde el fondo del pozo, contando en su tormento los platos. Detenía su letanía de números después del nueve, y entonces emitía un espeluznante chillido, reviviendo así su terror al no haber encontrado el décimo plato.

Algunos entendidos en asuntos de fantasmas, afirmaban que tales acciones no las hacía para asustar al asesino, sino que eran propias de un alma con asuntos pendientes de resolver. Decían que aún después de muerta, Okiku se mantenía fiel a su tarea doméstica y continuaba buscando el plato perdido.

Fantasma vengativo o atormentado, lo cierto es que pronto ya nadie sacaba agua de aquel embrujado pozo. Sin embargo, la leyenda indica que finalmente lograron liberar al espíritu de la desdichada Okiku.

Aparentemente fue un ingenioso vecino quien una noche esperó cerca del pozo a que el fantasma empezara su conteo. Cuando lo escuchó llegando al nueve, y antes de que el alma en pena lanzara su chillido –que aunque previsible seguía siendo aterrador–, el valiente asomándose sobre el brocal gritó: “¡Diez!”.

Con eso, el fantasma quedó finalmente satisfecho. Se había completado la cuenta, haciéndole creer que el décimo plato finalmente había aparecido. Desde entonces nunca más asustó a nadie desde las profundidades de aquel pozo de agua en Tokio.

Proveedores del líquido elemento sin el cual la vida es imposible, desde antiguos tiempos diferentes culturas tejieron leyendas e historias de todo tipo alrededor de los pozos de agua y atribuyeron características míticas a aquellas excavaciones.

Las tribus celtas y germánicas le daban un carácter sagrado. En otros lugares, creían que en su interior vivían deidades protectoras, a las que se les hacían ofrendas. Fruto de ello, no tardó en surgir la tradición de tirar una moneda al pozo para pedir un deseo.

En la mitología nórdica se cuenta acerca de un pozo que tenía la facultad de dar sabiduría infinita a cambio de que el interesado ofrendara algo que le fuera altamente estimado. El dios Odín obtuvo la capacidad de ver el futuro y entender el por qué de las cosas a cambio de lanzar su ojo derecho al fondo de aquel hoyo.

Sin la carga trágica y espectral de la historia de la sirvienta japonesa, ni la ambición desmedida del antiguo dios nórdico, en Jardín también tenemos historias que giran en torno de pozos excavados en nuestra rica tierra colorada.

Lejos de ser leyendas, son historias de acontecimientos que, aunque algo accidentados, quedaron en la memoria colectiva como anécdotas risueñas. Para los observadores claro, porque como se verá, los protagonistas no la pasaron tan bien en esos momentos.

La primera de esas anécdotas ocurrió en un impreciso año de la década del sesenta y tuvo como protagonista a Cecilio González, popularmente conocido por el apodo de Bolero, quien se dedicaba a la tarea de excavar pozos. Se había radicado en el pueblo proveniente de San Ignacio, y fueron innumerables los trabajos que realizó como pocero en toda la región.

En años en que la red de agua aún no existía, los pozos eran una necesidad imprescindible para cualquier hogar de la incipiente población. Debido a la ubicación alejada del río, inicialmente los pobladores recurrían a los arroyos y nacientes que abundaban en la zona.

Con el correr del tiempo, y la expansión lenta pero constante del área urbana, empezaron a realizarse las perforaciones. Muchas de ellas fueron hechas por Cecilio, quien alguna vez relató que el más profundo que excavó llegó a tener unos 26 metros y lo realizó en el barrio San Martín, en la zona donde el terreno presenta la mayor elevación en inmediaciones de la actual av. Antártida Argentina. Es importante tener en cuenta que en aquellos años el trabajo se hacía de manera totalmente manual, a pico y pala, sin contar con ningún tipo de ayuda mecánica.

Además de pozos de agua, Cecilio realizaba excavaciones para pozos negros, y es en esa tarea donde lo sorprendió un accidente que afortunadamente no pasó a mayores.

Había sido convocado para excavar un segundo pozo negro en el domicilio de don Tranquilino y doña Quelita Acosta. El existente ya estaba casi totalmente lleno y era necesario desagotarlo.

La tarea encomendada consistía en excavar el segundo pozo de manera paralela al que ya existía en el lugar. Una vez terminada la excavación tendría que hacer una conexión entre ambos para desagotar al hoyo más viejo. De esa manera se lograba vaciarlo sin tener que desarmar ninguna cañería ni estructura existente en la superficie.

Para finalizar el proceso, se tapaba el pozo más nuevo y el otro quedaba operativo nuevamente. Todavía faltaban muchos años para que apareciera el primer camión atmosférico en el pueblo, y excavar un pozo auxiliar era una de las opciones más práctica en esos casos.

Tras varias jornadas de un trabajo al que Cecilio estaba acostumbrado, logró alcanzar la profundidad buscada. Llegó el día en que se haría la conexión entre ambas perforaciones. Antes de efectuar esa operación, el pocero se vio en la necesidad de bajar hasta el fondo para realizar unas últimas verificaciones.

Atado a una soga, comenzó el descenso. Estando a mitad de camino notó algo distinto que le llamó la atención. Al acostumbrado calor y humedad de aquellos ambientes, se sumo un nuevo elemento: una especie de sonido lejano, como de un líquido deslizándose a borbotones.

Instantes después el ruido comenzó a volverse más cercano e intenso. Bolero comprendió que podría tratarse de un peligro y que lo mejor sería salir de allí cuanto antes. Pero apenas comenzó el lento ascenso se vio envuelto en la cruda realidad de la situación. Más que envuelto, empapado.

Aparentemente los dos pozos estaban demasiado cerca el uno del otro, y el contenido del más antiguo presionaba sobre la pared de la perforación en la que se encontraba Cecilio. Finalmente la presión fue más fuerte que la pared, y el líquido fluyó sin resistencias.

El fétido material empezó a brotar de un hueco en la pared que se iba haciendo cada vez más grande. Unos metros más abajo, la humanidad del ahora aterrado trabajador recibía esa desagradable catarata.

Estaba atado a la soga, y gracias a eso logró escapar hacia la superficie sin ser arrastrado ni quedar sepultado bajo aquella sustancia maloliente. Desde la superficie lo ayudaron estirando la soga y al cabo de unos segundos ya estaba afuera.

Desde una distancia prudencial los ocasionales testigos de aquel dantesco espectáculo observaban y preguntaban –de lejos nomás– si el pocero se encontraba bien y qué le había pasado.

Aunque seguramente el susto y el mal olor le duraron varios días, pronto Cecilio volvió a su habitual tarea con la pala y el pico que seguiría realizando por muchos años, adentrándose en las profundidades de la tierra a razón de una palada tras otra.

Dibujo: Mario Arrieta.
* Ñandejara: Por Dios. Guarará: ruido, estrépito. Tekaká: Excremento

Precisamente sobre alguien que se adentra en un pozo es la segunda anécdota que vamos a relatar.

El involuntario protagonista del hecho se llamaba Andrés Roa, trabajaba en el aserradero de Zambano y tenía su domicilio sobre calle Venezuela, entre la av. Libertad y la calle Uruguay.

Una tarde de fines de la década del cincuenta volvía a su casa después de compartir unas partidas de truco con amigos en el Bar El Boquense de los hermanos Brítez, sobre la av. Libertad. Pintado de azul y amarillo y equipado con un par de mesas de billar, era un lugar donde sus parroquianos se daban cita para tomar unos tragos y charlar entre amigos.

Fiel al estilo de aquellos años, la casa de Roa estaba construida sobre pilares, por lo que al frente tenía una escalera que era necesario ascender para llegar hasta la puerta. En paralelo a la escalera se encontraba el pozo con brocal de madera desde el que la familia se abastecía de agua.

Al comenzar a subir por la escalera, Roa notó que sus zapatos venían embarrados, a consecuencia de las intensas lluvias que habían caído en los días anteriores sobre las callecitas de tierra del pueblo.

Decidió entonces raspar su calzado contra un costado de la escalera para no entrar con barro a la casa.

Ya había terminado de limpiar uno de los zapatos cuando ocurrió lo que no estaba en sus planes. Fruto de la fuerza que hacía con el cuerpo y con la pierna para quitar el pegajoso barro, concentrado en el esfuerzo realizó un movimiento que le hizo perder el equilibrio, tambalearse y finalmente caer hacia un costado de la escalera.

La caída no hubiera tenido mayores consecuencias de no ser porque fue a dar directamente contra el pozo. La fuerza del impacto más el peso de Roa (alrededor de 120 kg. según quienes lo recuerdan), hicieron el resto: las maderas del brocal no resistieron y Andrés terminó dándose una poco agradable zambullida en el fondo de la perforación.

Alertada por el ruido de las tablas quebrándose y luego por los pedidos de auxilio desde lo profundo, enseguida acudió Antonia, la esposa de Roa, embarazada en aquellos días. La asustada mujer no sabía que hacer para socorrer a su marido, así que inmediatamente convocó a sus vecinos.

En total el pozo tendría alrededor de 16 metros de profundidad, pero el nivel del agua se encontraba a unos cuatro metros de la superficie. Desde allí, algo magullado, un poco asustado y totalmente mojado, Roa flotaba prendido a lo que podía. Mirando hacía arriba, podía ver como las cabezas de diferentes vecinos se asomaban para tratar de comprender lo que le había sucedido.

Desde la panadería de Gerónimo Osorio, que se encontraba en la esquina, acudieron raudamente los panaderos: Julio Valiente, los hermanos Nene y Antonio Salazar, y Ñato Osorio.

Otro vecino, el relojero Navarro, también salió al escuchar el alboroto, igual que don Fritz que vivía en las inmediaciones. Incluso desde una cuadra calle abajo, don Prudencio Ponce y algunas de sus hijas se acercaron para ver qué estaba sucediendo.

Enseguida una pequeña multitud se congregó en el lugar. No había cuerpo de bomberos, así que eran los vecinos los que tenían que improvisar la manera de rescatar al atribulado Roa desde su húmeda estancia.

Aprovechando la soga y la roldana con la que habitualmente se sacaba el agua, pidieron a Roa que se sujetara y comenzaron a tirar hacia fuera lentamente entre varios.

Si bien Roa era pesado, el esfuerzo distribuido entre muchos hacía parecer que iban a lograr el objetivo rápidamente. Pero a mitad de camino la soga se rompió. Como fichas de dominó, los que estiraban cayeron unos sobre otros, y el pobre de Roa volvió a darse una zambullida.

Como luchadores sorprendidos ante un enemigo poderoso que se reagrupan para coordinar estrategias, los decididos vecinos ensayaron un segundo ataque. En minutos alguien fue y volvió, trayendo una cuerda más fuerte que la anterior.

Armaron una especie de banquito con una tabla, que ataron al extremo que se adentraba en las profundidades. Roa se encaramó sobre ese banquito improvisado, se agarró fuerte de la soga, y nuevamente desde la superficie comenzaron a tirar. Ñato Osorio, uno de los que se encontraba ayudando en la tarea, recuerda la larga cuerda que comenzaba en el pozo y terminaba en los rescatistas estirando desde el otro lado de la calle.

Finalmente, el esfuerzo dio sus frutos y Roa volvió a la superficie.

Al día siguiente del desdichado episodio, Roberto Acuña fue junto con su tío Justino –compañero de trabajo de Roa– a visitar al accidentado. Roberto recuerda que físicamente Roa había sufrido solamente un raspón en uno de sus brazos. Pero en lo emocional el saldo era peor, ya que en esos momentos sentía una vergüenza enorme por todo el alboroto que se había producido en el vecindario a causa de su caída.

El tiempo pasó, y el progreso trajo la red de agua potable a la ciudad. Los pozos, aunque aún existen en algunas zonas, dejaron paso a los tanques y las canillas. Cuando alguien necesita una perforación en la tierra, ya no se recurre a los poceros de pico y pala sino a modernas maquinarias.

Los pozos ya no están, solo nos legaron pequeñas historias como éstas. No son de leyenda ni de fantasía, son hechos de la historia cotidiana de nuestra querida ciudad.