Un asno demorado por las autoridades debido a sus malas costumbres.



Cuando terminaba de trabajar en la olería de don Tomás Acuña, Pelo tenía una costumbre bastante extraña y dañina.

Después de descansar un rato tras todo un día de pesada actividad, salía a recorrer el vecindario. En esas recorridas, muchas veces daba rienda suelta a un singular pasatiempo: visitaba las chacras vecinas, en las cuales con esmero y precisión se encargaba de arrancar una a una las plantas de mandioca. Muchas veces lo acompañaban en la tarea sus compinches de la zona, y a su paso dejaban los mandiocales arrasados.

Al principio los sorprendidos vecinos no podían creer lo que encontraban en sus sitios al día siguiente, ni tenían idea de quien podría haber sido el responsable de semejante daño.

Hasta que un día alguien vio a Pelo y su barra en plena faena, y ahí se aclaró el misterio. Enseguida el dueño de la plantación afectada se dirigió en busca de Vacá –como era conocido don Acuña– para quejarse y pedirle un resarcimiento.

Porque, hay que aclarar, Pelo no era otro que el más fuerte y dedicado de los que trabajaban en la olería: Pelo era el burro.

Su tarea consistía en hacer girar el malacate, dispositivo en el cual se mezclaba el barro que luego se convertiría en los ladrillos que desde lejos podían verse en largas filas secándose al sol.

Cuando Acuña y sus ayudantes terminaban la tarea del día, Pelo era desatado y se lo dejaba libre para que descansara y pastara a gusto.

Muchas veces el burro de color marrón –que según recuerda el hijo de Tomás, Roberto Acuña, en realidad se trataba de un mulo– quedaba tranquilo a la sombra de algún árbol. Pero en otras ocasiones, se alejaba de la olería y recorría el tranquilo vecindario. Como sabía volver a su casa por su cuenta, don Acuña no se preocupaba y dejaba que Pelo saliera a dar sus paseos.

Por aquellos años la tracción a sangre era aún muy común en la región, y es así que en los alrededores había otros burros, mulas y yeguas que también pastaban libremente, propiedad de los vecinos de la olería.

Es por eso que enseguida los animales se iban reuniendo, y entre varios salían a dar el paseo de la tardecita. Era posible verlos en grupo, al trote lento, siguiendo al líder de la improvisada tropilla, que no era otro que Pelo.

En una de esas recorridas, vaya a saber por que, a Pelo se le ocurrió empezar con la extraña costumbre que lo metería en problemas: cuando llegaba a un mandiocal, buscaba con el hocico las plantas –ya despojadas de sus ramas– , y con sus grandes dientes aprisionaba la pequeña porción que sobresalía del suelo y la estiraba hacia afuera, sacando totalmente las raíces de la tierra.

Desenterrada la primera, masticaba un poco de las apetitosas raíces, para enseguida dejarlas a un lado y avanzar siguiendo la línea de la plantación en busca de la próxima, para repetir el proceso. Lo hacía una y otra vez, dejando a su paso una estela de mandiocas desenterradas.

Como Pelo siempre iba acompañado de los otros caballos y burros del barrio, éstos no tardaron en copiar la tarea del líder. Pronto la ya de por sí devastadora tarea de un solo animal, se vio reforzada por la colaboración de casi media docena de hocicos más, que desenterraban y comían las tiernas raíces.

Cuando los dueños de las chacras descubrieron que la ola destructiva no era obra de jovencitos aburridos y con mucho tiempo libre, sino de una partida de animales, enseguida fueron a quejarse al dueño del que parecía ser el cabecilla de la banda.

Es así que don Acuña recibió la visita de más de un vecino malhumorado, a los que prometió que Pelo ya no saldría de la olería.

Por algunos días logró mantener al burro a raya, y que en vez de salir a recorrer las chacras vecinas éste quedara tranquilo bajo algún gran árbol cercano y a la vista.

Pero cuando se descuidó, Pelo de nuevo salió de recorrida. Enseguida se le sumaron los animales vecinos, y rápidamente ya estaban todos nuevamente en una plantación cercana, dedicándose con esmero a desenterrar mandiocas ajenas.

Esta vez no fueron los vecinos que avisaron a Acuña de la acción de Pelo, sino que fue un empleado municipal que al caer la tarde llegó para informar que nuevamente el burro había sido hallado in fraganti con el hocico en las raíces. En base al continuo daño que causaba, fue llevado en calidad de detenido hasta la municipalidad. Para liberarlo, Acuña tendría que presentarse en el edificio comunal.

Tomás Acuña había recibido su apodo Vacá –con acento en la última vocal por ser la manera de pronunciarse el nombre del bovino en guaraní– por la extraordinaria fuerza que poseía. De un físico de gran porte, en su época de obrero en el aserradero de Zambano, podía él solo levantar uno de los extremos de largos planchones de madera pesada, mientras que del otro lado hacían falta dos personas.

Variaba la especie de la madera –lapacho, anchico, guayubira, o cualquiera de las otras célebres maderas duras del por entonces abundante monte misionero– pero lo que no variaba era el peso enorme de los tablones. Peso que parecía insignificante cuando se lo veía a Acuña transportando la madera entre sus grandes brazos mientras que en la otra punta de la tabla, un par de obreros dedicaba todas sus fuerzas para poder seguirle el ritmo.

Al ver la fortaleza que Acuña demostraba en el trabajo, su capataz Eusebio Helin de entrada lo comparó con un toro o una vaca. “Tiene fuerza ese arriero. Levanta la madera como una vaca…” fueron sus palabras.

Pero lo dijo en una mezcla de guaraní y castellano, empleando la expresión vacá en aquel idioma, aplicable tanto al toro como a la vaca. Es por eso que el fornido Acuña terminó con un apodo en femenino, que sonaba más feo y resultaba más gracioso para sus compañeros, en vez de toro, que hubiera resultado más lógico y noble.

Como los apodos eran moneda corriente entre los trabajadores del aserradero, para disgusto de Acuña el apelativo no tardó en hacerse popular; primero en su lugar de trabajo y después en todo el pequeño pueblo.

Para vengarse de los que lo llamaban de aquella manera que detestaba, tenía una solución. En su bolsillo siempre llevaba bodoques de barro ñaú y una honda. Cuando algún gracioso osaba llamarlo Vacá, Acuña inmediatamente se calzaba el dispositivo entre los dedos y lanzaba un hondazo hacia el atrevido.

Si en el momento no podía hacer el tiro ante la huida del prevenido bromista, lo registraba en su memoria y cuando el chistoso menos se lo esperaba, recibía su represalia. Con esa medida lograba mantener más o menos a raya a los atrevidos, pero el daño ya estaba hecho y en Jardín todos sabían de quien se estaba hablando cuando alguien mencionaba a Vacá.

Volviendo al incidente del burro detenido, al otro día temprano Acuña ya estuvo en la municipalidad. En los fondos se encontraba Pelo, pastando tranquilo en la sombra. Con una soga que lo mantenía atado a un árbol, no vaya a ser que el reo se escapara y volviera a sus andanzas. Vacá tuvo que esperar al jefe comunal para enterarse de la gravedad de los cargos contra Pelo.

Luego del golpe de estado que había derrocado al presidente Frondizi en marzo de 1962, el gobierno de facto había designado interventores en las provincias, quienes hicieron lo propio en los municipios de todo el país. Como consecuencia de ello, en esos momentos era Comisionado Municipal el escribano Julio César Benítez Chapo, quien había asumido sus funciones en agosto de 1962.

Cuando finalmente pudo reunirse con el jefe comunal, éste le explico a Acuña que era intolerable lo que el burro hacía en las chacras aledañas. Que el trabajo de jornadas enteras, en un ratito quedaba destruido por la acción del burro vándalo y sus secuaces.

Lejos de inmutarse, Acuña exigió la liberación de su animal, sin cuya fuerza la producción de los ladrillos estaba paralizada al no poder moverse el malacate.

El comisionado se mostraba inflexible, hasta que Acuña terminó de plantear su alegato por la liberación del burro:

–Entiendo señor que Pelo provocó esos daños… pero ¡no puede quedar detenido! ¡No puede!– explicó enfático.

Cuando se le pidió que fundamentara el motivo, pues era evidente que se trataba de un burro con malas costumbres que posiblemente volvería a los mandiocales ni bien se le presentara la oportunidad, Acuña terminó de exponer su parecer:

–No puede quedar preso… ¡porque Pelo es un burro prócer!

Ante la cara de asombro de su interlocutor, continuó la explicación: “Es un burro prócer porque mediante su trabajo se obtienen los ladrillos que están levantando a Jardín América… Con su noble tarea se construyen las casas de Jardín e incluso de otros pueblos a los que se venden los ladrillos. Por su esfuerzo en el malacate y por la gran labor que realiza, es un burro prócer que está erigiendo al pueblo, y por lo tanto ¡merece ser liberado!”.

Frente a tal alegato digno de un estrado judicial, finalmente Pelo logró la libertad condicional bajo fianza, con el compromiso de don Vacá para cuidar que no reincidiera en sus atropellos.

Pelo entonces volvió a la olería, y por muchos años siguió su incansable labor patriótica, ayudando a producir los ladrillos que estaban transformando la pequeña población en una pujante ciudad.

Tomás Acuña (primero a la derecha de la imagen), conocido como Vacá, rodeado de familiares y amigos.