Una broma de mal gusto transforma el vehículo de un conocido vecino.



El hombre tiene un par de botones de la camisa desprendida y las mangas dobladas. Transpira y gesticula exaltado, desde una tarima que lo eleva lo suficiente para poder contemplar a la multitud que lo rodea.

El evento que los había convocado está llegando a su fin. Fiel a su estilo provocador, está por hacer algo que quedará grabado en la memoria colectiva como una marca indeleble. Años después, aún después de su muerte, cuando se lo nombre enseguida se recordará al incidente que está a punto de consumar.

Le acercan lo que parece una caja de color blanco, a la que inmediatamente arrima un encendedor y la hace arder en medio de gritos enardecidos provenientes de la muchedumbre. La caja blanca desaparece envuelta en el fuego.

Los diarios de la mañana siguiente darán amplia cuenta del evento: el Partido Justicialista había congregado alrededor de un millón de personas en la av. 9 de Julio de la Capital Federal, para el cierre de campaña de las elecciones presidenciales de 1983.

El de la camisa arremangada era Herminio Iglesias, candidato a la gobernación de la provincia de Buenos Aires. La caja blanca incendiada, un pequeño ataúd de papel con los colores y el nombre del partido político rival, la UCR. Las imágenes repetidas una y otra vez por la televisión mostraron que también quemó una corona fúnebre igualmente inscripta con la sigla del partido radical.

Muchos analistas consideraron que el arranque piromaníaco del ex intendente de Avellaneda, contribuyó en buena medida a terminar de convencer a los muchos indecisos antes del momento de ir a las urnas.

Cuarenta y tres días después del “cajón de Herminio”, el candidato de la UCR, Ricardo Alfonsín, asumió la Presidencia de la Nación.

Aunque sin duda ese ataúd pasó a la historia, pocos recuerdan que en Jardín sucedió un incidente que también involucró a un féretro utilizado en una campaña política para simbolizar la derrota del partido rival. Con la participación involuntaria de Miguel Romer, la anécdota jardinense se tornó en un incidente cómico, recordado con risas, muy diferente a lo que acontecería frente al Obelisco porteño más de tres décadas después.

Corrían las últimas semanas del año 1951 y Jardín era todavía un pequeño pueblito de casas incipientes y calles de tierra colorada.

El agrimensor Miguel Romer –quien después de la fundación había colocado seis mil mojones de madera dura demarcando la geografía catastral cuando las calles no eran calles ni el pueblo era pueblo, sino que todo era monte virgen y las herramientas eran el hacha, el machete y su inseparable teodolito– seguía viviendo en el pueblo que había transitado antes que nadie.

Tenía un vehículo acorde a las duras condiciones del terreno, un modelo de Jeep largo, en el que tanto el compartimento del pasajero como la caja destinada al transporte de variados tipos de cargas quedaban cubiertos.

Con ese vehículo, aquella mañana Romer se había acercado hasta la estafeta postal que se encontraba donde la av. San Martín desemboca en la Ruta 12.

Estacionó su vehículo – quizás a la sombra del Timbó que aquellos años se elevaba aún imponente– y se dirigió a la oficina del correo.

Cerca de donde Romer dejó su vehículo, había un objeto casi a la vera de la ruta, frente a la estación de servicios YPF. Se trataba de un pequeño ataúd de madera, de unos 60 cm. de largo. Pintado de blanco, cualquiera podría pensar que se trataba de un féretro destinado a un “angelito”, como se conoce en la región a los que fallecen siendo aún niños. Pero una mirada más cercana permitía darse cuenta que ese no era el caso. Sobre la tapa, en color rojo tenía pintadas tres letras: UCR.

A diferencia del ataúd de Herminio, en el caso jardinense el hecho fue anónimo; simplemente el cajón había aparecido en el lugar sin que nadie hubiera visto al autor. Además, tuvo lugar después de las elecciones, cuando ya se sabían los resultados.

No disponemos la fecha exacta de los hechos aquí relatados, pero es de suponer que fue en la semana posterior a los comicios del 11 de noviembre de 1951. Las elecciones presidenciales acababan de suceder y la fórmula justicialista Perón-Quijano había resultado victoriosa con un 63,5% de sufragios. La dupla radical de Balbín-Frondizi obtuvo el 32,3 %.

Los ánimos aún seguían caldeados luego de la intensa campaña de los meses previos, y a algún provocador se le ocurrió dejar aquel ataúd a la vera de la ruta para burlarse del partido derrotado. Allí estaba aquel féretro, bajo el sol que ya pegaba fuerte aquella mañana de noviembre, cuando Romer estacionó cerca de la estafeta postal.

Dentro de la pequeña oficina lo atendió Ramón Silveira, el encargado. El agrimensor despachó las cartas que había traído, retiró las que habían llegado a su nombre, y quizás quedó charlando y compartiendo algún mate con Silveira, antes de seguir su trámites mañaneros.

Cuando volvió al todoterreno, no se percató de la nueva carga que llevaba. Mientras Romer estaba en el correo, algún bromista ocasional que pasaba por allí había agarrado el ataúd y lo había puesto en la parte de atrás del vehículo. Romer, absorto en sus pensamientos y pendiente de las diligencias que debía realizar antes de volver a su casa, ni siquiera miró para atrás y siguió su recorrida.

Se dirigió a diversos lugares del pueblo, y quienes pasaban cerca de su Jeep veían el tétrico cargamento que transportaba. Aunque muchos lo veían, aparentemente nadie se tomó el trabajo de avisarle.

Aunque la anécdota no lo cuente, imaginamos a más de uno persignándose al ver pasar el rodado de Romer con el ataúd detrás, preguntándose de quien sería la criatura que había muerto. Por supuesto que estaban los que se daban cuenta que aquello era trabajo de algún bromista, y en vez de hacer la señal de la cruz, lo que hacían era soltar una carcajada.

Finalmente Romer terminó su ronda de diligencias y trámites varios, y cerca del mediodía volvió a su casa. Entró a su habitación a cambiarse de ropas para estar más cómodo antes de almorzar, cuando su esposa, Indalecia, entró asustada a buscarlo.

–Miguel… ¿¡que es eso que tenés en el Jeep?! –indagó exaltada.

Como Romer no entendía de que le estaba hablando, al ver la agitación de su compañera, salió inmediatamente hacia el vehículo

A través de las ventanillas de la parte trasera pudo ver claramente a la blanca caja de madera que había estado transportando. Las relucientes letras rojas que indicaban que aquello no era ninguna aparición fantasmal sino obra de algún fanático político.

Romer, que había visto el cajón al costado de la ruta frente a la estafeta, enseguida comprendió en que momento el bromista de turno había transformado su Jeep en una involuntaria carroza fúnebre.

Enojado, se subió al vehículo y se dirigió hasta inmediaciones del Timbó, de la YPF y de la estafeta. Preguntó a los de la zona si alguno sabía quien era el dueño del cajón, pues su intención era devolverlo al legítimo dueño. También intentó dar con los bromistas que pusieron la carga en el auto. Para su pesar y mayor molestia, ninguna de sus pesquisas tuvo éxito

Sin otra alternativa, antes de volver a su domicilio finalmente dejó el pequeño féretro que había transportado durante buena parte de la mañana en el lugar donde lo había visto por primera vez.

Agrimensor Miguel Romer.