Instrucciones para evitar estafas.



En los tiempos en que la Ruta 12 aún no estaba asfaltada y no era más que una franja de roja tierra protegida en grandes trechos solo por los gigantes árboles del monte misionero, trasladarse entre las diferentes poblaciones era toda una aventura.

Las empresas de colectivos unían las localidades del interior misionero en viajes que no estaban exentos de peripecias. A la natural dificultad de circular en la ruta sin pavimentar se le podía sumar, en caso de alguna lluvia, que el camino quedara prácticamente intransitable, agregando aún más tiempo a las de por sí extensas travesías. Si aparecía un problema mecánico, los choferes trataban de solucionarlo con los medios a su alcance, porque el arribo de algún tipo de auxilio podía demandar una espera de varias horas.

Entre los colectivos que circulaban por la región en esos primeros años del pueblo, estaban las empresas ETAE, Tigre, e Iguazú. Con su vehículos con carrozado de madera y espacio para equipaje –y muchas veces pasajeros– en el techo, circulaban por los difíciles caminos del Alto Paraná. Sus choferes y guardas en múltiples ocasiones hacían la gauchada de llevar un recado, carta o comprar algún remedio o repuesto en Posadas, y traerlo a la vuelta para algún agradecido cliente en el interior de la provincia.

Tal es así que en una oportunidad a uno de esos choferes acostumbrados a recibir los más diversos pedidos, le habían encargado que transportara un ataúd –cabe aclarar que vacío– desde Montecarlo a Caraguatay. El chofer acomodó el pedido en el portaequipajes encima de su vehículo, lo ató bien, y emprendió su recorrido.

A lo largo del camino fue subiendo gente hasta que no quedaba espacio en el interior de la pequeña unidad. Entonces, tal como era costumbre, en una de las paradas y viendo que no tenía más lugar dentro del coche, un pasajero se subió al techo para hacer el trayecto desde allí. Advertido por el chofer de la presencia del ataúd para que no se asustara, se acomodó sobre el vehículo dispuesto como sea a llegar a su destino, sin importarle que el cielo cubierto presagiara una inminente tormenta.

Minutos después de que el colectivo reiniciara su marcha, se desató la lluvia y el solitario pasajero no encontró una mejor idea que refugiarse del agua y el frío dentro del impecable ataúd.

La lluvia continuaba y el colectivo seguía su periplo lentamente. A la vera de la ruta un nuevo pasajero esperaba. El colectivo se detuvo y el chofer le informó que lo podía llevar, pero solo si viajaba en el techo.

Sin importarle la incomodidad ni el mal tiempo el viajero aceptó y mientras iba subiendo, como al pasar el chofer le dijo: “Subí a hacerle compañía al otro que ya está ahí arriba”.

Al llegar al techo, este segundo pasajero interpretó como fruto del humor negro del chofer ese comentario, ya que no encontró a nadie más allí, solo valijas y el cajón de difunto asegurado por sogas al vehículo.

Al rato de iniciar el viaje, cuando la lluvia había cesado, tremendo susto se llevó el pasajero que había subido por último, al encontrarse que desde dentro del féretro una voz le preguntaba si ya había terminado la lluvia al tiempo que se abría la tapa y el ocupante se sentaba a comprobar el estado del clima.

Aterrado, saltó desde el techo del colectivo en movimiento directo a la banquina, fracturándose un brazo en la caída. Después de aclarada la situación –no se trataba de un muerto resucitado sino solo de otro viajero que se había refugiado de la lluvia en la inusual ubicación– y luego de terminar el recorrido del colectivo, hubo que llevar al accidentado hasta la sala de primeros auxilios de Montecarlo para que recibiera las curaciones pertinentes.

La llegada a las paradas de los pueblos a lo largo del camino, era el momento en que los cansados pasajeros aprovechaban para estirar las piernas, ir al baño o comprar algo de comida antes de seguir su viaje.

En Jardín los colectivos se detenían en cercanías del mítico Timbó. Mientras se acomodaban los nuevos viajeros y bajaban los que tenían por destino a la localidad, los vendedores ambulantes se acercaban al colectivo con oferta de variados productos para aplacar el hambre de los cansados pasajeros.

Generalmente los alimentos ofrecidos eran de manufactura casera, en un formato práctico para ser degustados desde el asiento del colectivo: la tradicional chipa, sándwiches de diverso tipo, aforrado o marineras de pollo y las infaltables empanadas.

Además de los vendedores ambulantes, debajo mismo del Timbó se encontraba el kiosko y bar de Félix Mota, que ofrecía una gran variedad de comidas.

Mota había venido del Paraguay y tenía una gran experiencia en el rubro de ventas. Años atrás se había dedicado al oficio de macatero en las aguas del Paraná: con una canoa bien surtida realizaba venta ambulante en las poblaciones ribereñas. Generalmente se abastecía en Posadas o Encarnación y aprovechando la asistencia de alguno de los grandes barcos que en aquellos años surcaban el río, iba a remolque hasta la zona de la Triple Frontera. Desde allí descendía ayudado por la corriente, visitando ambas orillas ofreciendo su amplia gama de productos: harina, sal, azúcar, yerba, grasa, vino, telas, municiones, herramientas y cualquier otro elemento que Félix consideraba que podía vender en su recorrido.

Con ese pasado de macatero, poseía una gran astucia para los negocios, y la ponía en práctica en su pequeño kiosko cada vez que podía.

Los memoriosos aún recuerdan el ardid que utilizaba al vender aforrado de pollo. También conocido como marinera, es un plato que se prepara haciendo pasar una pieza de pollo por una mezcla de harina, huevos y sal, que luego se hace freir. El pollo queda cubierto por la masa, y dependiendo de la pieza, habrá más o menos carne de pollo en la porción que a uno le toque.

Cuando alguien venía a su local y pedía un aforrado de pollo, Félix movía las manos al azar sobre la bandeja donde tenía el producto y agarraba alguno sin mirar mientras decía : “A ver.. a ver… si te toca la suerte… “, porque supuestamente sería afortunado aquel al que le tocara alguna de las piezas con más carne tal como el cuarto del pollo.

Lo que los clientes no sabían, pero aún hoy algunos memoriosos recuerdan con sonrisas, es que Mota preparaba los aforrados utilizando solo un tipo de pieza, precisamente la más económica y menos interesante para un cliente con hambre: el cuello del pollo.

Así que sin importar la suerte del día, al pobre cliente nunca le tocaría la apreciada pata o la pechuga, indefectiblemente siempre recibía un cuello.

–No tuviste suerte hoy che –le decía Mota al entregarle la marinera–, te toco un cuello.

Otra anécdota que lo tiene como protagonista ocurrió un domingo en que se desarrollaba uno de los habituales campeonatos relámpago de fútbol. Se trataba de torneos con participación de muchos equipos de toda la zona, con la particularidad que los encuentros duraban solo 20 minutos. Eran del tipo “todos contra todos” y al final del día salía un campeón. Por la corta duración de los partidos y debido a la necesidad de que en cada uno hubiera un ganador, muchas veces era necesario dirimir el encuentro por penales. Por todas esas características, eran eventos que atraían mucho público de Jardín e incluso de las colonias.

Aprovechando la cantidad de potenciales clientes, y también debido a que a le gustaba ver los partidos, ese día Mota concurrió a la cancha acompañado de un ayudante con una carretilla en la que habían colocado un gran cacho de bananas, con el doble objetivo de disfrutar del fútbol y de paso vender las bananas entre la concurrencia.

Tras ver varios partidos y vender algunas bananas, finalmente llegó el último encuentro del día, el que definiría al campeón del torneo. Tras los 20 minutos de juego, llegaron al final sin goles y fue necesario ir a los penales. Para apreciar mejor la acción, el público invadió la cancha y se ubicó formando una pared humana siguiendo el contorno del área grande cercana al arco donde se patearían los penales.

Con el interés de ver la apasionante definición, Mota y su ayudante también fueron raudos a situarse lo más cerca que podían para apreciar todos los detalles de los tiros y atajadas. Apurados por lograr una buena ubicación, abandonaron la carretilla y el cacho que aún tenía una gran cantidad de bananas.

Penal va y penal viene, después de unos minutos de grandes tiros al ángulo y espectaculares saltos de los arqueros, hubo un ganador y el torneo finalizó. Mientras los triunfadores festejaban y la gente comenzaba a retirarse, Mota volvió a donde había dejado su mercadería.

Para su sorpresa, del gran cacho no quedaba más que las cáscaras esparcidas alrededor de la carretilla. Espectadores menos interesados en la definición del partido que Mota y su ayudante habían devorado todas las frutas. Resignado por la pérdida, Félix solo atinó a soltar una frase a modo de reflexión en voz alta, antes de agarrar la carretilla y volver a su casa: “Deportistas lo’ mitá… jho’u pá la che pakova.” Es decir: “Deportistas los muchachos, se comieron todas mis bananas”.

Volviendo a lo que se relataba al principio acerca de los colectivos que se detenían en cercanías del kiosko de Mota, éste se destacaba por las empanadas que preparaba. Las ofrecía en su local, y para aquellos pasajeros que no bajaban, también disponía de un grupo de jovencitos que, liderados por su hijo menor José –Josheshito– canasto en mano rodeaban a los ómnibus apenas éstos paraban, y ofrecían su producto al pie de la ventanilla.

Al grito de “¡Empanadas calienteeees!”, los chiquilines giraban alrededor del vehículo y competían con los otros vendedores por la atención de los pasajeros

Los niños recibían las empanadas en consignación, y al final de la jornada obtenían su comisión de acuerdo a la cantidad vendida.

Las ventas funcionaban bien, y las empanadas de Mota eran un producto apreciado por los viajeros frecuentes, que sabían que al detenerse en Jardín podrían comprar el sabroso alimento.

Pero había un problema que cada tanto se hacía presente. En varias ocasiones, al partir un colectivo, Mota veía acercarse a su local a alguno de sus vendedores, generalmente los más chicos, llorando y protestando.

Sucedía que muchas veces, cuando el vendedor se acercaba con el canasto hasta las ventanillas, desde adentro alguno de los pasajeros le decía que quería comprar las empanadas. Entusiasmado el vendedor le pasaba la cantidad solicitada a través de la ventanilla, y el pasajero en vez de pagar empezaba a comer haciendo oídos sordos a los reclamos del niño. Mientras el vendedor le pedía que pague, el inescrupuloso pasajero lo ignoraba, o le decía que enseguida le iba a pagar.

Lo que pasaba finalmente era que el colectivo reiniciaba su marcha, y el pasajero se iba sin pagar. El vendedor quedaba enojado y triste por la mercadería perdida, que debería descontar de sus magras ganancias al final del día.

Como esa situación se venía repitiendo frecuentemente, un mañana en que Mota nuevamente vio venir a uno de sus vendedores llorando por la estafa recibida, decidió solucionar de una vez por todas el problema.

Llamó a todos los vendedores a su local. Los reunió en la cocina y les habló:

“Gurishada, eshto no puede sheguir ashí” – se dirigió a ellos con su particular manera de hablar, con las eses bien marcadas– “No puede ser que todos los días algún caradura les robe las empanadas”.

Los niños lo miraban atentos, con los ojos bien abiertos. Entonces Mota continuó:

–A partir de hoy hay una nueva condición para vender– les explicó– ¡Primero la plata y después la empanada!

Los chiquilines asintieron y empezaron desde ese mismo momento a aplicar la nueva política de ventas. Desde entonces ya nadie los volvió a estafar. Si algún pasajero requería el producto desde adentro del colectivo, antes tenía que pagar, y después recién se le entregaban las jugosas empanadas.

La orden de Mota pasó a ser una de las tantas frases que con ánimo jocoso circulaba entre los jardinenses. Más de uno la utilizó –mitad en serio mitad en broma– para indicar que antes de realizar un trabajo o servicio, primero quería hacerse del dinero y así evitar cualquier sorpresa desagradable después.

Colectivo de la época en la parada al pie del Timbó.