El cine al aire libre sufre un inesperado contratiempo.



La película iba por la mitad. Los personajes daban rienda suelta a la acción y el argumento comenzaba a desplegarse en su plenitud frente a la atenta mirada del público que se encontraba esa noche en el cine Ipiranga. Pero de repente, la magia del cine se apagó. En un instante, todo quedó inmerso en la oscuridad de la noche. La silbatina de los espectadores no se hizo esperar.

En febrero de 1960, los hermanos Krindges habían montado el cine en las instalaciones del Club Zambo, ubicado en el triángulo formado por la Av. San Martín y calle Venezuela. A falta de un local cerrado, las proyecciones se hacían al aire libre.

En lo más alto del terreno se había armado una especie de arco de varios metros de altura, en el cual se colgaba pantalla de tela de algodón sobre la cual se proyectaban las imágenes. La pantalla se colgaba antes de cada función, y era desmantelada al finalizar. En varias ocasiones, con el apuro en el armado, en mitad de la película se aflojó alguno de los cables que aseguraban la tela, y con el viento ésta empezó a flamear, y junto a ella la imagen proyectada. Enseguida se volvía a sujetar los cables y la imagen quedaba firme nuevamente.

Aquellos que no querían o no podían pagar la entrada, desde la calle que pasaba detrás de la pantalla podían mirar la película de manera gratuita, pero con el detalle que la imagen desde ese lugar se veía al revés y por lo tanto si había subtítulos éstos se volvían imposibles de ser leídos.

En esos años la electricidad para el pueblo no estaba disponible las 24 horas, sino que solo desde el atardecer hasta medianoche. Teniendo en cuenta la disponibilidad del fluido eléctrico, desde el cine se planificaban las funciones. En ocasiones, cuando el film era más largo de lo habitual, un mandadero iba hasta la usina eléctrica pidiendo que estiraran unos minutos más la provisión de la energía, cosa de poder terminar la proyección. El encargado de la usina, Willibaldo Gossler, amablemente siempre accedía al pedido.

Para evitar esas situaciones, tiempo después se incorporó a las instalaciones del cine un generador diésel, que fue colocado en una especie de pozo en un extremo del terreno, para tratar de minimizar el ruido que producía. Con la independencia energética, se podían extender las noches de películas más allá del horario del corte de la usina.

Al generador había que cargarle aceite y gasoil en sendos receptáculos en la base del aparato. El aceite requería una recarga que se hacía antes de la función, mientras que el combustible se agotaba más rápidamente y necesitaba varias recargas a lo largo de la noche.

La tarea de mantener al generador con su provisión de combustible recaía en Rómulo Ledesma, más conocido como Pichaco. Debido a ser morocho de ojos grandes y saltones, la muchachada lo había bautizado con un apodo que lo disgustaba: Pombero Guacho.

Con unos 18 años de edad, cumplía diversas tareas en el cine, desde portero y acomodador de las sillas, hasta encargado de ir al trote hasta la usina cuando aún no se disponía del generador. Servicial para todo tipo de tareas, durante la noche recorría varias veces el trayecto hasta el pozo del generador para cumplir con su misión.

Esa velada, fruto de un descuido o despiste, en vez de cargar combustible en el lugar indicado, lo hizo en donde se colocaba el aceite. Enseguida el aparato comenzó a funcionar mal y acto seguido se apagó por completo, sumiendo en la oscuridad y el silencio a todos los presentes. Con la provisión de electricidad de la usina ya cortada, el pueblo estaba totalmente a oscuras.

Cuando por fin descubrieron la causa del corte de la energía, se pusieron manos a la obra para subsanar el problema. Antes que nada, informaron a la concurrencia del problema sucedido y que intentarían solucionarlo.

Lejos de retirarse, la mayoría del público decidió esperar. La cantina estaba bien surtida, así que en la penumbra hicieron acopio de bebidas para hacer más agradable la espera. Bajo la luz de las estrellas y con el ocasional acompañamiento de los grillos, la concurrencia se dispuso a aguardar el reinicio de la función. En la oscuridad se veían diversos puntitos naranja, provenientes de los cigarrillos que brillaban en la zona de los espectadores.

Mientras eso, uno de los dueños del cine, Mario Krindges, munido de linterna y herramientas varias se abocó a la tarea de desarmar el motor, limpiar minuciosamente con kerosen y un trapo sus diversas piezas y volver a montar todo el conjunto.

La complicada operación insumió una buena cantidad de tiempo, hasta que finalmente se volvió a escuchar el tableteo de la máquina en el silencio de las altas horas de la madrugada.

Subsanado el inconveniente, la fiel concurrencia pudo seguir disfrutando de la función. La película llegó a su fin al mismo tiempo que terminaba la noche. El público finalmente se retiró cuando los gallos cantaban y el alba se asomaba.

Cansados también se retiraron los del cine, entre ellos el atribulado Pichaco, que aunque acongojado por haber sido el causante de la situación, aprendió la lección y nunca más volvió a distraerse en su trabajo.

Rómulo Ledesma. Pichacho (foto gentileza Ángel Villaverde).