Un futbolista local que brilló en las canchas y rechazó grandes ofertas.



Quienes lo vieron jugar, al recordarlo enseguida lo comparan con los grandes del fútbol mundial. Aseguran que con sus gambetas y certeros tiros al arco, su figura nada tendría que envidiarle a los más reconocidos futbolistas. Describiendo las espectaculares jugadas de las que fueron testigos, los memoriosos afirman que su habilidad con la pelota en los pies era tan excepcional que bien podría equipararse – e incluso hacer sombra– a jugadores de la talla de Pelé, Maradona o Messi.

Alcides Servián, más conocido como Araña, había iniciado sus andanzas por las canchas en el club San Lorenzo del paraje donde vivía, El Pueblito de Santo Pipó. Hacia finales de la década del cincuenta, cuando tenía unos 15 o 16 años, junto a su madre y hermanos se mudó a Jardín América y pronto empezó a hacerse conocido entre los aficionados locales.

Morocho grandote, ambidiestro –pateaba con la zurda con la misma precisión que con la diestra– y apasionado por el fútbol, no tardó en formar parte del equipo del club Social y Deportivo Jardín América. Se destacó enseguida por su destreza en la cancha. Los fines de semana los partidos que disputaba el equipo atraían a una gran cantidad de público, que se deleitaban con las jugadas de la joven promesa.

Ni bien la pelota llegaba a los pies de Araña, empezaba lo más atractivo del partido. Sus piernas se movían a toda velocidad sin despegarse del balón, con su mirada y mente fijas en un solo objetivo: el gol.

Recién largaba la pelota cuando la pateaba al arco contrario. La impulsaba con un firme remate y la mayoría de las veces conseguía que terminara en el fondo, en la red. El público festejaba eufórico y los rivales miraban atónitos, sin otra alternativa que afianzar la marca sobre el habilidoso jugador, para evitar por todos los medios posibles que Araña se hiciera del balón nuevamente.

En la cancha su dominio era tal que cuando intentaban sacarle la pelota, la pisaba y con un leve pero fugaz movimiento de piernas, la corría del camino del rival, haciendo que éste terminara pateando el vacío. Ante un nuevo intento del contrario, otra vez Araña movía las piernas y se mantenía en posesión de la pelota. No había manera de quitársela.

Cuando tenía que hacer un pase, su precisión también era asombrosa. Se destacaban sus cabezazos que iban directamente a los pies de sus compañeros. Otra de su habituales jugadas fuera de serie consistía en llevar la pelota y de repente tocarla con el talón, haciendo que ésta se elevase por encima suyo y del rival que tuviera en frente.

Sabiéndose eximio jugador cuyo desempeño era totalmente desequilibrante en los partidos, en ocasiones caía en conductas poco deportivas. Cuando disputaba los torneos relámpago en la zona de Puerto Leoni, muchas veces se vendía al equipo contrario. A cambio de algún cajón de cerveza lograban neutralizar a Araña, quien entonces jugaba mal y no convertía goles y sus pases se volvían imprecisos. Llegaba incluso a errar el arco en tiros libres o penales. Cuando jugaba de verdad, en los penales ponía el tiro en el lugar exacto donde segundos antes le había dicho burlonamente al arquero que lo haría.

Otras veces se hacía rogar. Se escondía y no aparecía a la hora del partido y los dirigentes y compañeros de equipo tenían que salir a buscarlo. Cuando lo encontraban, urgidos por la inminencia del partido, tenían que ceder ante sus caprichos para lograr su participación en el cotejo.

Su talento en poco tiempo trascendió la región y llegó al radar de otros equipos. Desde Posadas, Guaraní Antonio Franco lo fichó y logró llevarlo a su plantel. Pero la relación entre el club y el jugador no terminaría en buenos términos.

Habituado a ser tratado como estrella en el pueblo, donde todos los conocían y admiraban, al llegar a Posadas se encontró que en la ciudad no era atendido de la misma manera a la que estaba acostumbrado. Los directivos de Guaraní le asignaron una calurosa pieza bajo las tribunas del estadio para que viviera allí. Y aunque los domingos seguía demostrando sus virtudes en la cancha, el resto de la semana cuando no había entrenamiento se aburría terriblemente. Tal es así que un día, de buenas a primeras, cansado de sentirse menospreciado, agarró su bolso, preguntó como llegar hasta la terminal de ómnibus y sin siquiera despedirse, volvió a Jardín.

No estuvo mucho tiempo inactivo. Su siguiente equipo fue Verde Olivo de Trinidad, en Itapúa, Paraguay. Debido a una treta de los dirigentes, fue fichado indicando en la documentación una edad menor a la real, y por lo tanto competía con ventaja en una liga juvenil contra rivales más jóvenes que él. Sumado a su talento innato, su desempeño resultó descollante en cada encuentro disputado.

En uno de esos partidos llevó a cabo una jugada que le valió la expulsión del encuentro: había llegado con la pelota hasta el arco, dejando atrás a todos los defensores y al arquero; entonces puso el balón en la línea, se arrodilló e hizo el gol empujando con la cabeza.

De allí pasó a la capital paraguaya, para lucir la camiseta azulgrana de Cerro Porteño. Con El Ciclón de Barrio Obrero –tal el apodo del club– llevó adelante una muy buena campaña, destacándose siempre por su excelente desempeño. En el vecino país se sentía a gusto y bien tratado, sin repetirse la mala experiencia que había tenido en Posadas.

Acostumbrado a ser el jugador estrella, deseaba siempre un trato preferencial, y cuando no lo tenía, se enojaba. Por ejemplo, estando en Asunción en un almuerzo con el resto del equipo, se impacientó de tal manera porque el mozo había empezado a servir la comida en el extremo opuesto de donde él se encontraba, que pegó un tirón del mantel arrastrando cubiertos y demás elementos que estaban sobre la mesa. Aunque a la dirigencia no le gustaban para nada ese tipo de comportamientos, lo toleraban porque sabían que a la hora del partido, un simple toque de Araña podría ser garantía del triunfo.

El destino quiso que a mediados de los sesenta se realizara un amistoso en la capital provincial, entre Guaraní Antonio Franco y el Cerro Porteño en el que jugaba Araña. Enojado aún con los directivos de Guaraní, decidió usar sus habilidades para tomar revancha por mal trato que había recibido a su paso por ese club. Fue tal su empeño en el partido que el marcador término 4 a 0 a favor del equipo paraguayo. Todos los goles fueron marcados desde fuera del área grande con terribles zapatazos de Araña, que pateaba como con rabia y furia. Al término del partido sonreía, feliz por haber consumado su venganza.

Aunque muy habilidoso en la cancha, fuera de ésta su vida era sencilla y se comportaba de manera campechana. Ajeno a los grandes lujos y a los intereses económicos, su principal objetivo era divertirse jugando a la pelota.

Tal es así que en su apogeo en Cerro Porteño, el club asunceno recibió una oferta del Santos de Brasil. El equipo de Pelé quería a Araña jugando al lado del astro brasileño. En eso años el Santos era una potencia futbolística que terminaría ganando de todo, incluyendo la Copa Libertadores y la Intercontinental. Pero el morocho Araña rechazó el traspaso hacia el club paulista. Años después, entre risas explicaría el motivo del rechazo: “Están locos esos, que voy a ir a jugar yo entre esos negros. Ni entiendo lo que hablan…”.

Por esa época otra oferta internacional también fue rechazada por Araña. El Real Madrid estaba interesado en tenerlo en sus filas, compartiendo equipo con Alfredo Di Stéfano. Otra vez Araña descartó la oferta, no queriendo dejar su tranquila vida en Asunción por la gloria europea. Nuevamente tenía una justificación: “A Europa yo no voy. Mirá si el avión se cae en el mar y nos ahogamos todos…”.

Luego de jugar unos tres años –desde mediados de los años sesenta– en las filas de Cerro Porteño, terminó su carrera futbolística recalando en la ciudad de Coronel Oviedo, en donde se casó y cada tanto seguía jugando en pequeños torneos regionales de ligas amateurs.

Actualmente se encuentra radicado en cercanías de Asunción. En ocasiones, aunque no tan frecuentemente, visita Jardín. Hasta hace poco su madre vivía en nuestra ciudad, y al día de hoy aquí residen dos de sus hermanos.

Cuentan las historias del fútbol que a Moacyr Barbosa –el arquero brasileño al que su país cargó todo el peso del Maracanazo de 1950 – treinta años después de esa derrota, una mujer con un niño lo señalo en un mercado en Río diciendo “Mirá hijo, ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil”. Tal era el recuerdo imborrable que aquel hombre había generado.

Nos imaginamos una situación parecida –por supuesto que en un contexto mucho más positivo que el del pobre Moacyr– en alguna de esas visitas de Alcides a Jardín América. Uno de los antiguos pobladores que lo vieron jugar, también con el recuerdo imborrable, podría señalarlo y decirle a un hijo o nieto: “Mirá, ese es Araña, fue un futbolista extraordinario, increíble. Hasta pudo haber jugado al lado de Pelé o Di Stéfano, pero él no quiso”.

El recordado Araña rechazó la gloria de estar entre los más grandes. Si hubiera aceptado quizás hoy sería conocido mundialmente, pero él prefirió seguir en donde más cómodo se encontraba y haciendo lo que más le gustaba: jugar a la pelota y nada más.


Aunque no aparece Araña, quisimos rescatar una pequeña parte de la historia del fútbol jardinense con las siguientes imágenes.

Selección de Jardín, principios de la década del 80.
Parados: DT Aldo Nuñez, Rojas, Toledo, Michael Mayne, Julio Del Valle, Nuñez, Rosalino Duarte, Carlos Altamirano.
Sentados: Rojas, Vallejo, Mario Mereles, Vallejo, Juan Domingo Garay (Papacho).
Club Timbó 1979.
Parados: DT Leopoldo Zamboni, Carlos Lugo, Carlitos Maciel, José Mercedes Gimenez, Rubén Cuadra, Walter Fernández, Antonio Villalba y Carlos Altamirano.
Sentados: Pablo Sperling, Quito Jakob, Ozuna, Juancho Nacimento, Albornoz, Mario Acevedo y Cecilio Acuña.