Un mago al que las cosas no le salen como esperaba.



Cuando Jardín recién comenzaba a tomar altura, las opciones de esparcimiento eran limitadas. Como entretenimiento nocturno no había mucho más que alguna reunión en el Aldo Bar o la casa de algún amigo. Otra opción era ir a un baile en el Club Timbó, en el Club Alemán o en la pista Ortigoza del barrio San Martín. Esporádicamente la presencia de algún circo sumaba un atractivo más para toda la familia. En las jornadas de calor el lugar preferido era el Tabay, y los fines de semana a los que les gustaba el fútbol encontraban diversión en las canchas y potreros de la zona.

Cuando se sumó el cine a las alternativas de entretenimiento, la pequeña población pronto se acostumbró a disfrutar de los estrenos de cada fin de semana. A veces los estrenos no eran tan nuevos, o la película no era muy interesante, pero en una época en que la televisión aún estaba lejos, esos eran detalles sin importancia.

Además de servir para disfrutar del séptimo arte, las instalaciones del cine, que disponía de cómodas butacas y un pequeño escenario, hacían también las veces de ideal ubicación para la realización de múltiples actividades sociales: reuniones políticas, teatro itinerante, y por supuesto, algo muy común por aquellos años: presentaciones de magos, ilusionistas y ventrílocuos.

Cada tanto visitaba el pueblo algún exponente de esas disciplinas, ofreciendo su espectáculo al publico local un par de noches, para luego proseguir camino hacia otras localidades.

Es así que un día de finales de 1969, recaló en Jardín uno de estos personajes. Se alojó en la pensión del Aldo Bar, ubicado sobre calle Venezuela en donde hoy se encuentra el Sanatorio Jardín, y estratégicamente localizada frente al cine que sería escenario de su presentación.

A cambio de entradas gratuitas, reclutó algunos jovencitos que se dedicaron a repartir volantes y pegar carteles promocionando el espectáculo: “El gran mago Blackaman los invita a disfrutar de una noche de magia e ilusionismo. Esta noche en …”. La última parte –con los datos del lugar– estaba escrita a mano, ya que era un folleto que imprimía en grandes cantidades y le servía para varias localidades de su itinerante recorrido.

Finalmente la noche del viernes llegó y el salón del Cine Ipiranga –de los hermanos Krindges, de Puerto Rico–, se encontraba con una cantidad importante de público. En primera fila, sentados en el piso, un bullicioso grupo de niños, formado principalmente por los que habían repartido los volantes. Mas atrás, en las butacas, público de todas las edades con ganas de sorprenderse con los trucos de magia que prometía la noche.

La escenografía no tenía nada destacable. Una mesita cubierta de un mantel donde se encontraba la artillería de elementos necesarios para llevar a cabo las diversas demostraciones e ilusiones. Un poco más allá el ayudante del mago, encargado de acomodar los bártulos, acarrear maletas, poner música y demás tareas necesarias para la logística de la gira artística.

Por esos años los ilusionistas y los circos eran visita relativamente frecuente, y casi todos hacían los mismos actos y trucos. Aunque repetidos, cada vez que aparecía uno de estos personajes por Jardín, el público asistía expectante, con intención de dejarse sorprender y disfrutar de la velada.

Arrancó el espectáculo y Blackaman comenzó con los habituales números: un truco con cartas por aquí, algún pañuelo que aparece y desaparece por allá, la infaltable paloma que toma forma en sus manos, y demás ilusiones de ese estilo. Acostumbrado a realizar sus trucos, los ejecutaba con destreza y teatralidad, haciendo las delicias de los niños y manteniendo atentos a los presentes.

Fueron transcurriendo los minutos y se acercaba el fin de la función. Entonces el mago anunció que haría un truco arriesgado y peligroso. Informó que el truco llevaba el sugestivo nombre de “la horca”, y que necesitaba la colaboración de dos voluntarios del público.

Ante el pedido del mago, inmediatamente Ángel Armando Wojtowicz levantó la mano y se ofreció. El mago le hizo señas para que subiera al improvisado escenario, mientras anunciaba que aún necesita de otro voluntario. En su camino hacia el frente, Ángel le hizo señas a Ignacio Arrieta para que se sumara a la tarea, lo que este aceptó y ambos se dirigieron hasta donde se encontraba el ilusionista.

Luego de las habituales presentaciones y bromas para quitar el miedo escénico de sus casuales colaboradores, Blackaman sacó de su maleta dos sogas idénticas de nylon –de las que se usan para tender la ropa– , y comenzó con el truco.

Apoyó las soga en su nuca, y con rápidos movimientos las cruzó varias veces por delante del cuello. Luego de las veloces y hábiles piruetas de sus manos, lo único que se veía era un enrevesado nudo a la altura del cuello.

–Ahora mi querido y respetado publico, voy a necesitar que estos dos voluntarios me ayuden a consumar mi truco – anunció ante la firme mirada del par de colaboradores.

A cada uno de ellos le dio dos extremos de la soga y les pidió que soltaran uno. Luego agarró los extremos sueltos y nuevamente los cruzó, pero esta vez por debajo de la camisa, sacándolos por las mangas.

Entonces les indicó: “A la cuenta de tres, estiren con todas sus fuerzas”.

Ambos jóvenes tomaron su extremo respectivo y se prepararon a cumplir las instrucciones.

Para dar mayor teatralidad a la situación, el mago explicaba que gracias a sus poderes, técnicas y habilidades, sería capaz de desenredar el nudo simplemente con la mente y que nada le iba a pasar.

El público miraba expectante, y los dos voluntarios estaban en posición con las manos apretando la soga. Acto seguido el mago instruyó:

– Recuerden, a la cuenta de tres, estiren con todas sus fuerzas – y empezó el conteo – Uno…. dos….. ¡¡¡TRES!!!

Al oír el último número y haciendo caso a lo preestablecido, ambos comedidos pegaron el tirón.

Lo siguiente que se recuerda es la espeluznante imagen del cuello del mago reducido a un tercio de su tamaño normal aprisionado por la soga, e inmediatamente después el sordo ruido de su cabeza golpeando el piso de madera al caer de frente al suelo.

Por un instante, todo parecía congelado. La concurrencia azorada que en silencio comenzaba a comprender que algo había salido mal, los voluntarios todavía con la soga en la mano, y el mago en el piso, inmóvil.

Sin notar lo que sucedía, haciendo uso de todas sus fuerzas luego del fin de la cuenta regresiva, Ángel incluso había seguido estirando un poco más cuando el mago ya se había desplomado, arrastrando unos centímetros la cabeza del infortunado artista por el suelo.

Después de ese segundo interminable todo empezó a moverse de nuevo. Los dos voluntarios que asustados soltaron las sogas, algunos del público que aterrados dejaron escapar unos gritos, y el ayudante del mago que saltó al escenario para tratar de ayudar a su jefe.

De un solo tirón el ayudante logró descomprimir la soga y liberar el pescuezo de su patrón, que sólo emitió un gutural sonido casi de ultratumba cuando la presión fue aliviada y el aire volvió a fluir a través de su tráquea.

Mientras la gente de las primeras filas se sumaban para ayudar al accidentado ilusionista, el par de voluntariosos bajó lo más rápido que podían del escenario, asustados por lo que habían ayudado a producir, y también aliviados al darse cuenta que el mago había sobrevivido.

Pasado el alboroto, luego de un par de largos minutos, cuando ya le había vuelto el color normal al rostro, Blackaman logro incorporarse –aunque lentamente, como perdido– y mostrar que se encontraba bien.

Con la cara y la ropa llena de sangre y tierra a raíz de la caída, informó con voz temblorosa que la función ya no iba a seguir pero que todo aquel que quisiera podría volver al día siguiente sin pagar nuevamente la entrada.

–Disculpen, pero me falló el truco…– anunció tembloroso antes de retirarse.

Se dirigió a los todavía asustados colaboradores del momento y para tranquilizarlos les dijo: “Muchachos no se preocupen, ustedes no tiene la culpa; siempre hago este truco y siempre me sale. Hoy no se que me pasó…”

Los que vieron al mago al día siguiente en la pensión de Ubaldo Figueredo, contaron que alrededor del cuello le quedaba un franja de un tono azul oscuro, secuela de la accidentada noche previa.

Casualmente en la misma pensión se encontraba otro personaje que se ganaba la vida con ilusionismo, actos de magia y hasta consultas astrológicas. Se hacía llamar Cagliostro, y cuando se enteró del truco fallido, solo atinó a burlarse de su malogrado colega: –“Pero que chambón ese Blackaman…” – relataba a quien quisiera oírlo –“ese truco de la horca es muy fácil; yo siempre lo hago y a mi nunca me falló”

Blackaman logró reivindicarse la noche siguiente: repitió el truco pero ya sin incidentes. No sabemos quienes habrán sido los voluntarios en esa nueva función, pero si sabemos que los dos colaboradores de la primera velada ya no estaban entre el público.

Desde entonces nunca más se ofrecieron a subir al escenario de mago alguno; no vaya a ser que otra vez el truco termine fallando.