Pasado de tragos, un ciudadano se vuelve un estricto cumplidor de la ley.



El agente que estaba de guardia en la comisaría de Jardín América aquel domingo, al principio no estuvo seguro de haber entendido bien.

Rascó su cabeza, se acomodó la gorra y se frotó los ojos cansados después de la larga noche de vigilia. Miró fijo al visitante que en esas tempranas horas de la mañana se había acercado hasta el edificio policial y le pidió que repitiera lo que había dicho.

Eran mediados de la década del sesenta, y en el pequeño pueblo prácticamente todos se conocían. El cansado policía sabía que el visitante se apellidaba Aquino, y hasta conocía dónde vivía: en la pensión de Doña Quelita. Pero estaba totalmente desconcertado con el pedido que éste le estaba haciendo.

Aquino era pintor. Durante la semana, puntualmente cumplía con sus tareas y eran varios los vecinos que habitualmente lo contrataban cuando había que dar color a alguna casa. Trabajador y responsable en su actividad, sin embargo al llegar el fin de semana, Aquino se descarriaba.

Generalmente cobraba el trabajo de la semana los viernes por la tarde, y después de eso iba directo hasta alguno de los bares locales y se dedicaba a la bebida. Tomaba mucho y pronto sucumbía a los efectos del alcohol. Llegada la noche seguía rondando los bares y eventos sociales, pero ya con el paso errante y las palabras arrastradas.

Era conocida su afición a la bebida, pero como no era de hacer líos ni molestar, los que se cruzaban con él en sus peores momentos simplemente lo ignoraban.

Pasado el fin de semana, el lunes a primera hora ya volvía al trabajo sin secuelas de la borrachera. Salvo algunas veces en las que seguía de largo en su periplo etílico, y se dedicaba a la bebida también entre semana.

En una de esas ocasiones, aún bajo los efectos del alcohol intentó pintar la parte superior de una pared, y cayó al suelo desde lo alto de una escalera. Fruto de ese incidente se quebró la pierna y pasó una temporada internado en Posadas.

Cuando fue dado de alta, volvió a Jardín, con estrictas órdenes médicas de abstenerse del alcohol y observar la medicación recetada.

Se ve que Aquino no resistió la tentación, y en un momento de debilidad se olvidó de la recomendación médica y volvió a tomar. Producto de tal acción, por varios días su piel adquirió una extraña tonalidad azulada. Aparentemente el consumo de alcohol de baja calidad mezclado con los medicamentos produjo tal efecto en la piel del pintor. Afortunadamente para él, al cabo de un par de semanas volvió su color natural y luego de un tiempo la lesión en su pierna se curó sin secuelas.

Como se contaba al principio, cuando Aquino estaba borracho rondaba los bares y los lugares de esparcimiento. En la oportunidad que nos ocupa, un parque de diversiones atraía a la comunidad jardinense. Se había instalado en inmediaciones de donde hoy se encuentra la Esso, del otro lado de la ruta.

Con los habituales atractivos de cualquier parque, era un motivo de reunión para toda la familia, y en una localidad pequeña como el Jardín de entonces, lograba congregar a una gran cantidad de público. Aquino también estaba ahí, y como era conocido de todos, andaba de acá para allá, simplemente mirando.

Frente a donde estaba el parque había una gomería, propiedad de los hermanos Yuyé. Y los Yuyé se habían enemistado con los del parque.

Desde el momento que el parque empezó a montar sus instalaciones, por algún motivo quizás mínimo enseguida “hubo pica” entre los gomeros y los forasteros que se habían instalado al frente.

Lo que comenzó con algún gesto grosero, cual avalancha fue haciéndose cada vez más grande. Es ahí donde entró a participar Aquino.

Después de todo un día intercambiando gestos y señas, esa noche los ánimos estaban más que caldeados entre ambos bandos.

Los tres hermanos Yuyé junto a un par de sus ayudantes, conociendo la personalidad de borracho dócil de Aquino decidieron utilizarlo en su ayuda: lo emplearon de mensajero para intercambiar insultos con los del parque.

–Decile a aquel pelado que le voy a romper la cara– encargaba uno de los Yuyé al colaborador beodo, y éste iba solícito a cumplir con el encargo.

Bajaba las grandes barrancas de tierra colorada que se extendían al costado de la ruta, cruzaba la arteria vial y subía la barranca del otro lado. Llegaba al parque, e iba directo hacia el destinatario del mensaje.

–Allá dice Yuyé que te va a romper la cara– transmitía Aquino. Acto seguido, desde el parque le encargaban la transmisión de la respuesta:

–¡Que va a romper la cara ese! Decile que venga si se anima que va a ver lo que es bueno…– le manifestaba el del parque, y Aquino volvía con el nuevo mensaje hasta la gomería.

Como si eso fuera poco, los gomeros también le encargaron otra tarea, previendo lo que se vendría: recolectar piedras y palos de los alrededores, para utilizarlos en la eventual reyerta que, todo indicaba, no tardaría en producirse.

Así que Aquino se pasó cruzando la ruta toda la noche. Con mensajes cada vez más pesados y amenazadores; y con proyectiles que iba transportando de a poco. Lo que quizás había empezado solo como una bravuconada terminó por irse de las manos, y hacia el final de la velada, cuando ya el parque cerraba sus puertas, los Yuyé y los del parque se trenzaron en una furibunda pelea.

Piñas y patadas de aquí para allá, acompañados de palos y piedras sirvieron para descargar todas las tensiones acumuladas en parte gracias a las esmeradas gestiones de Aquino.

La policía no tardó en llegar, y los envalentonados peleadores terminaron en la camioneta de la fuerza de seguridad. De ahí fueron todos a parar al calabozo de la comisaría.

Lo que nos lleva al comienzo del relato nuevamente: allí en la comisaría, la mañana siguiente a la pelea, con los combatientes aún calmando sus ánimos a la sombra, apareció temprano Aquino, que no había tomado parte de la batalla en sí y por lo tanto no había sido apresado.

Ya casi recuperado de los efectos del alcohol del día anterior, pero con buena memoria de todo lo acontecido, la noche entera estuvo pensando y dándole vueltas al tema. Hasta que finalmente su conciencia de buen ciudadano pudo más y decidió ir hasta el puesto policial.

Allí el somnoliento agente lo escuchaba asombrado:

–Vengo a que me pongan preso. Por lo de la pelea allá en el parque.

Incrédulo, el agente que conocía la personalidad tranquila de Aquino le preguntó si también había tomado parte de la riña.

–No, yo solo fui el mensajero… Y junté piedras… – fue la respuesta, ante la cual el agente solo pudo soltar una carcajada, y mandar al borrachín a su casa.

–…antes que te meta preso en serio, por molestar a la Policía– fue lo último que escuchó Aquino previo a retirarse, sin poder hacer cumplir lo que su conciencia cívica le dictaba.

Aunque no del todo contemporánea con el relato, la imagen sirve a manera de ilustración. Antigua comisaria de Jardín América, ubicada en el mismo lugar que el edificio actual. En la foto, el agente Bernal "Candú", Alfonso Mendoza (retirado como Comisario Inspector) y el agente Soley.