Un personaje pintoresco y enamoradizo, recordado por su inocencia y altas botas.



La historia de cualquier población, además de los acontecimientos y personalidades que van trazando su vida institucional, siempre se ve enriquecida por la presencia de diversos personajes pintorescos. Personajes que rara vez terminan formando parte de los registros oficiales, pero que en la memoria de los vecinos siempre son recordados con cariño y simpatía.

Jardín América no es ajena a tal característica, y a lo largo de sus años sus calles vieron transitar a muchas personas que al día de hoy despiertan anécdotas y alegres recuerdos entre los que los conocieron.

Uno de tales personajes habitó nuestra ciudad en los primeros años de la década del sesenta. Su nombre de pila se perdió con el paso del tiempo; quienes lo conocieron lo recuerdan solo por su apellido: Obermann.

Vivía en la colonia, y desde allí venía a caballo para realizar venta ambulante de ropa o leña en el pueblo. De edad madura, su origen alemán se le notaba al hablar, ya que tenía un acento bastante particular. Gustaba de vestir con pesados capotes, lo que sumado a las botas y el gorro que solía llevar le conferían un aspecto militar a su figura.

Aparentemente el ámbito castrense no le era ajeno y le resultaba atractivo, fruto quizás de un pasado como soldado o policía en una etapa anterior de su vida. Tal es así que algunos policías locales lo empleaban de ayudante informal en algunas ocasiones.

En el barrio San Martín se había instalado una especie de garita, desde la cual por las noches un agente de policía se apostaba para custodiar la zona que por aquellos años era la mas poblada de Jardín. En ocasiones, el agente destinado a la tarea tenía alguna cita nocturna, y para poder escaparse de la guardia por unas horas solicitaba la colaboración de Obermann, quien presto asistía y quedaba a cargo de la garita. El policía indicaba al diligente colaborador donde podía encontrarlo en caso de alguna emergencia, se iba y Obermann empezaba la labor que tanto parecía gustarle.

Una de esas noches en que Obermann se encontraba de guardia, una pareja venía a los besos y abrazos por la calle cercana al puesto de control. Cuando estuvieron cerca, Obermann hizo valer la autoridad que le había sido delegada e interrumpió a los enamorados.. Con actitud firme y decidida se dirigió a los jóvenes y les solicitó los documentos. Los revisó en silencio atentamente, y al cabo de unos instantes con unos serios gestos de asentimiento musitó algo en su trabado castellano, indicó que todo estaba bien y que podían seguir en lo suyo.

Obermann tenía una personalidad simple y sin malicia: era lo que suele llamarse coloquialmente un inocentón. Aunque de facultades mentales normales, su candidez lo hacía presa fácil de los bromistas que lo agarraban de punto.

Una de esa bromas célebres la recuerda Roberto Acuña, y tuvo lugar durante los festejos de un carnaval de aquellos años. En medio de la alegría y el descontrol propios de esos días, los bromistas de turno lograron nada menos que “casar” a Obermann.

Resulta que en la primera noche de los festejos en el club Zambo, conociendo la personalidad crédula de Obermann, los muchachos empezaron a decirle que una de las chicas presentes en el bailongo, la rubia de larga cabellera, estaba interesada en él. Enseguida Obermann se entusiasmó con su candidata, que en realidad era uno –de apellido Salina– que se había disfrazado de mujer. La larga cabellera era una especie de peluca hecha con la cola de una vaca.

A lo largo de la noche hicieron aumentar las expectativas de Obermann hasta que hacia la madrugada, entre bailes y alcohol, se fijó casamiento para la noche siguiente.

En la segunda noche de carnaval la confabulación seguía y se hacía cada vez más grande. Ya eran los festejos de la boda. Obermann empezó a pagar rondas de tragos para todos los “parientes” de su futura esposa, la cual hasta lucía un velo nupcial para la ocasión. La velada avanzaba y cada vez llegaban más parientes, que se presentaban al novio indicando el inventado lazo familiar que lo unía a la novia, y Obermann alegre le pagaba la bebida.

Mientras festejaban y bailaban, Salina, que no perdía oportunidad para hacer más bromas, manoteó la faja que Obermann usaba en la cintura y la empezó a desenrollar. Con los pases de baile y la colaboración de Mario Esteche –al que apodaban Pata Ancha–, hizo que la larga tela se fuera enrollando alrededor de una mesa. Al terminar la pieza, Oberman sólo tenía una vuelta de faja alrededor de su cintura, mientras que el resto de los aproximadamente cinco metros de la tela se encontraban entre las patas del mueble. Intentó caminar hacia un costado y terminó arrastrando consigo al piso mesa, silla, botellas y vasos.

Enojado, Obermann se dirigió al grupo que se reía tras el desparramo, y creyendo identificar al que había atado su faja a la silla, le dio un puñetazo a Pablo Hein, aunque el autor había sido Pata Ancha. En la pequeña batahola que se armó en ese momento, alguien aprovechó para robarle el sombrero al alemán. Calmado los ánimos, los festejos –y las bromas– continuaron.

La situación incluso involucró al juez de paz local, Nenelo Espinosa y su inseparable colaborador Patrón Rivas. Si bien el cargo no implicaba la celebración de bodas, su lugar de trabajo habitual se encontraba contiguo al del Registro de las Personas, y generalmente desde el despacho del funcionario se podía escuchar todo lo que pasaba en el recinto vecino. Por ello Nenelo y Patrón se sabían casi de memoria las fórmulas de rigor que se llevaban a cabo en los casamientos por civil. Valiéndose de eso, ejecutaron una ceremonia nupcial ficticia, agregándole la formalidad que faltaba al casamiento de Obermann.

Salinas, con un pasado de payaso de circo, actuaba al pie de la letra su rol de novia en el casorio. Sin embargo, con el avance de la noche, Obermann abrazaba y apretaba cada vez más a quien creía ahora su esposa, para preocupación del delgado disfrazado al que le costaba separarse de las fuertes manos de su “marido”.

Finalmente con todos los bromistas sobrepasados por la bebida y con la noche cercana a terminar llegó la parte más difícil para el que hacía el papel de novia: escaparse de Obermann antes que la situación pasara a mayores y el exaltado alemán quisiera consumar el matrimonio.

Aprovechando un descuido, en un momento Salina logró escapar. Atónito, Obermann no podía creer que su nuevo amor se estuviera yendo al trote ante sus ojos. Empezó a pedir ayuda a las fuerzas del orden que tanto estimaba, mezclando alemán y castellano: “¡Polizei polizei, se escapa mi mujer!”.

Lejos de terminar las chanzas sobre el pobre Obermann, aún había una para la jornada siguiente. Se mencionó anteriormente que en medio de la confusión, le habían robado el sombrero. Para recuperarlo, temprano al otro día concurrió a la casa de Hein, al que había pegado el puñetazo tras el incidente de la faja, creyéndolo también culpable de la desaparición de la prenda.

Dolido aún por el golpe de la noche anterior, y para seguir con las humoradas, Hein le dijo que allí no estaba el sombrero. Que lo tenía cierta persona en la otra punta del pueblo.

El detalle que Pablo Hein conocía era que esa persona solía usar un sombrero idéntico al que Obermann había perdido. Tal es así que luego de cruzar todo el pueblo, Obermann se encontró a ese vecino –del cual hoy ignoramos el nombre– trabajando con el sombrero puesto. Cuentan que fue muy difícil para esa persona convencer al enojado Obermann que el sombrero era de su propiedad y no el que el alemán había perdido la noche anterior. Aparentemente tuvo que empuñar la azada con la que estaba laborando su terreno para amedrentar y correr a Obermann, que se empeñaba en recuperar al que creía su sombrero.

dibujo: Mario Arrieta

Lejos de abatirse luego del casamiento fallido, Obermann siguió buscando entre la población femenina de Jardín a su futura compañera. Tal es así que, interesado en una de las hijas de doña Dora Lombardini de Ponce, visitaba la casa de ésta frecuentemente.

Por aquellos años la amabilidad y la hospitalidad eran las normas habituales, así que por más indeseada que fuera la visita, se la atendía con cortesía.

Doña Dora lo recibía, le invitaba algún mate y charlaba con su visitante. Pero a veces las visitas se hacían largas y Obermann no se iba nunca. Doña Dora cambiaba la yerba, ponía a calentar otra pava de agua para el mate, y el visitante permanecía de lo más cómodo.

Esta vez la visita de Obermann se prolongaba y doña Dora empezó con su habitual técnica de toser. Cada vez las toses eran más fuertes, como indicando al visitante que ya era hora de retirarse. Pero como éste no se daba por aludido, la dueña de casa decidió pasar al siguiente nivel:

–Se viene la tormenta parece…– doña Dora comentó como al pasar, aunque el cielo del atardecer jardinense apenas mostraba unas flacas nubes.

Lejos de preocuparse, el alemán en su mal hablado castellano le respondió:

– No importar, yo tener botas…– y para desesperación de doña Dora, siguió tranquilamente su visita.

Obermann y su caballo (a la izquierda de la imagen). Al centro: Rómulo Ledesma (más conocido como Pichaco o también Pombero Guacho), Ángel "Papi" Villaverde y don Ángel Villaverde. El nombre de los otros protagonistas se perdió con el paso del tiempo. (foto gentileza Papi Villaverde)