Un fotógrafo que se confunde con las indicaciones del sacerdote.



A unos veinte kilómetros al sur de Londres, se encuentra la apacible localidad de Epsom. En cercanías de ese pueblo, en 1618 había una naciente cristalina. Un día un granjero quiso dar agua a sus vacas en esa naciente, pero los animales la rechazaron. El granjero la probó y notó que el agua tenía un sabor amargo. Pero como además de granjero era muy observador, tiempo después descubrió que esa agua amarga ayudaba a curar heridas y ronchas.

El boca en boca hizo lo suyo y pronto las variadas propiedades curativas de lo que fue bautizado como Sales de Epsom se hicieron famosas en toda Gran Bretaña. Al día de hoy se sabe que dichas sales eran sulfato de magnesio hidratado y constituyen quizás la primera aplicación práctica del magnesio –aunque en este caso en un compuesto con otros elementos químicos– en la historia humana.

Otro nombre para la sales de Epsom es el de sal inglesa, que inmediatamente trae a la memoria amargos recuerdos para generaciones de niños en edad escolar, que eran obligados a tomarla bajo la atenta mirada de sus mayores debido a sus propiedades purgantes, con el fin de expulsar a los parásitos.

En forma de metal, el magnesio fue producido por primera vez en un laboratorio –ya que no se encuentra en esa forma de manera natural– en 1808, también en Inglaterra. Entre sus características se encuentra que es un metal altamente inflamable, que entra en combustión fácilmente cuando se halla en forma de polvo o virutas. Y al arder en el aire, produce una llama blanca incandescente muy intensa.

Tal característica no pasó desapercibida para las mentes inquietas del siglo XIX, que comenzaron a utilizar a este mineral en una nueva tecnología que estaba dando sus primeros pasos: la fotografía.

Aunque las técnicas y métodos de uso del magnesio fueron progresando a lo largo de los años; el procedimiento en el fondo siempre implicaba lo mismo: se encendía al magnesio y éste con su incandescencia servía como fuente de luz para la fotografía. Por lo general los retratados debían permanecer inmóviles por un par de segundos, hasta que la foto era obtenida.

Utilizar esta técnica requería de mucho cuidado debido a las propiedades del magnesio, pero cada tanto ocurría algún que otro pequeño accidente por el polvo que se encendía en tiempos o lugares indebidos, y el fotógrafo terminaba como en las caricaturas: con el cabello chamuscado y la cara negra producto de la combustión del mineral.

Hacia la década del cuarenta se patentó la tecnología que suplantó al magnesio y que hasta nuestros días sigue en uso: el flash electrónico. Pero debido a su elevado costo, se demoró bastante tiempo hasta que el magnesio fue dejado totalmente atrás.

Es así que en los primeros años de la década del sesenta, en Jardín América, el fotógrafo Emilio Preissler aún utilizaba el clásico magnesio para iluminar sus trabajos.

Único fotógrafo en el pueblo en aquellos años, se lo solía ver con su pesado equipo al hombro, rengueando –secuela de un accidente de su juventud en el que la patada de un burro quebró su cadera– rumbo a cumplir con sus labores. En ocasiones lo llamaban a domicilio para la toma de algún retrato familiar. Y otras veces, se lo solicitaba para que registrara algún evento social. Precisamente fue en un casamiento donde transcurre la presente anécdota.

Corría el año 1964 y en la Iglesia Cristo Redentor tenía lugar la ceremonia de casamiento de su pariente Emildo Preissler, de Hipólito Yrigoyen. Oficiaba el sacerdote José Puhl, quien hacía poco tiempo se había hecho cargo de la parroquia. Entre los asistentes se encontraba Benedicto Yung, quien es el que nos cuenta lo sucedido.

La boda transcurría normalmente. Los contrayentes y padrinos frente al cura, los familiares y amigos en los bancos de la iglesia. También Emilio, con su equipo fotográfico para retratar el importante acontecimiento.

A diferencia de la actualidad en que las cámaras digitales permiten tomar una gran cantidad de fotos, por aquellos años la cantidad de tomas era limitada por la capacidad del carrete de película y además no era cuestión de desperdiciar tomas por el costo que cada una tenía.

Es así que aparte de algunas fotos de la entrada de los novios, el fotógrafo no había hecho otras, aguardando los momentos más importantes de la ceremonia.

Intimidado quizás también por la personalidad del padre Puhl, célebre por no tener problemas en llamar al orden a cualquiera que estuviera comportándose fuera de lugar en el sacro recinto, el fotógrafo había permanecido bastante quieto. Con su voluminoso equipo se había ubicado en un rincón, tratando de pasar desapercibido.

Pero ahora que llegaban los instantes culminantes, cuando el párroco iba a realizar la bendición al momento de declarar el santo matrimonio, Emilio empezó a preparase para inmortalizar el momento.

Aunque su cámara era de las antiguas de tipo cajón, ésta no requería muchos preparativos, solo orientarla hacía la escena y dejar el obturador listo para el disparo. En cambio, el flash de magnesio sí requería toda una serie de pasos hasta tenerlo en condiciones de uso. Mientras el padre Puhl recitaba las fórmulas de rigor previas a la declaración, apurado el fotógrafo terminó de preparar su flash.

El procedimiento constaba de varios pasos. Primero debía rebuscar en el gran bolso donde tenía todo el equipo, la latita que guardaba el magnesio. Después colocar el polvo en el compartimiento de su flash destinado a tal fin, con especial cuidado de poner la cantidad justa indicada por el fabricante: 10 gramos para retratos, 20 para grupos pequeños y 90 para grupos grandes. Una equivocación era riesgosa, podía terminar en una foto mal iluminada o en un cliente furioso y ennegrecido tras la humareda. Luego debía verificar que el flash quedara bien cerrado y que no cayera nada de magnesio fuera. Lo último era conectar el cable encargado de la ignición del mineral.

Finalizado todo los pasos, tenía una mano en el disparador del flash y con la otra agarraba la cámara, aguardando el momento exacto. En ese instante el sacerdote tenía las manos en alto y había cesado su prédica.

Preissler con los dedos en los disparadores esperaba que el cura siguiera. Y el padre Puhl esperaba que el fotógrafo hiciera destellar su flash.

Más avezado en esos menesteres que el fotógrafo, el padre Puhl sabía que el mejor momento para la foto era cuando tenía los brazos en alto, previo a bajarlos haciendo la señal de la cruz con ellos, antes de recitar la declaración de matrimonio.

Por eso se había detenido, dando tiempo a que Preissler encuadrara y tomara la foto. Pero el nervioso fotógrafo –quien por su condición de adventista posiblemente desconocía los detalles habituales de la ceremonia católica– no se había dado cuenta, y seguía expectante a que el cura continuara. Por unos instantes, ambos estuvieron esperando la acción del otro. Pero nada sucedía.

Benévolo, el padre Puhl hizo alguna maniobra de distracción –alguna leve tos quizás– y empezó su oración de nuevo. Volvió a quedar con los brazos en alto, pero el destello indicador de la foto no aparecía.

En un último intento por ayudar a Preissler para que tomara una buena foto, se dirigió a éste: “¡Dispare de una vez!”.

Vaya a saber que pasaba por la cabeza del fotógrafo, que en vez de comprender que tenía que tomar la foto, entendió que el cura lo estaba expulsando de la ceremonia. Inmediatamente agarró su cámara y su bolso, y sin decir palabra alguna salió de la iglesia, ante la atónita mirada de los presentes.

Aunque el padre Puhl varias veces había hecho salir de la iglesia a madres con niños llorones en medio de la misa, esta vez esa no había sido su intención. Solo había querido ayudar al tímido fotógrafo.

El sacerdote ya había tenido mucha paciencia, así que no sacó a Preissler de su error y siguió con lo suyo:

–Los declaro marido y mujer–dijo finalmente, al mismo tiempo que bendecía la unión haciendo una cruz con el movimiento de sus brazos.

La alegre pareja sonreía y se tomaban de las manos. Los primos más pequeños bostezaban, las tías más sensibles daban rienda suelta a sus emociones…

La escena transcurría felizmente y quedaba impresa en la memoria de todos los presentes. En la memoria solamente, porque foto no hubo.

Emilio Preissler
sacerdote José Puhl