La caldera de la fábrica ya cerrada, que volvía a encenderse para celebrar las Fiestas.



Por varios años, su sonido le indicaba a los obreros de la fábrica de Zambano y Bove la hora del cambio de turno. Los operarios sabían que el estridente silbido de la enorme caldera era la señal para terminar la jornada y retirarse hacia sus casas para el merecido descanso.

Debido a que podía oírse desde lejos, también servía como una suerte de reloj comunitario que marcaba el paso del tiempo –medido en turnos– para los que vivían en los alrededores de la fábrica.

El emprendimiento se había instalado en 1947 bajo la titularidad de Oasis, Drachemberg, Sharp y Cía. SRL. Luego pasó a manos de Santiago Ciganotto Jardín América SRL y finalmente en la década del cincuenta su propietaria era la sociedad Zambano y Bove. En el mismo predio se encontraban la fábrica que producía maderas terciadas y un completo aserradero. Se destacaba por producir las terciadas usando el método del encolado en frío. Pero en 1956 la fábrica cerró sus puertas debido a que su funcionamiento ya no resultaba rentable.

Las máquinas se detuvieron, los obreros que no consiguieron trabajo en alguna de la otras fábricas existentes tuvieron que emigrar, y la caldera se apagó.

El predio fue cerrado, pero las instalaciones no fueron desmontadas. Enseguida las malezas crecieron en el amplio playón donde antes se apilaban grandes rollos de madera, y en los galpones ya no quedaron las terciadas que salían de su línea de producción. Solo un pequeño trillo entre los yuyos, usado por los vecinos para acortar camino, permitía ver que de vez en cuando alguien transitaba por el lugar.

Con sus grandes máquinas apagadas y la naturaleza abriéndose paso lentamente, la fábrica seguía allí en silencio, dormida.

Pero gracias al entusiasmo de un hombre, dos veces al año dejaba atrás el silencio y despertaba –aunque sólo su caldera– para festejar la llegada de la Navidad y del Año Nuevo.

Ángel “Papi” Villaverde recuerda la alegría que producía, sobre todo en los niños, escuchar cómo exactamente a la medianoche del 24 y del 31 de diciembre de los últimos años de la década del 50, la caldera volvía a rugir con toda su fuerza para marcar la hora de la celebración.

Desde unos días antes, Juan Pablo Nuñez acarreaba la leña que iba a necesitar para alimentar al artefacto. Cuando la fábrica estuvo funcionado, su tarea había sido precisamente la de operar la caldera que generaba el vapor para mover las máquinas.

Después del cierre de la planta industrial, de manera voluntaria y posiblemente sin el conocimiento de los propietarios de las instalaciones, se encargaba de poner la caldera en marcha cada fin de año para sumar el sonido de la máquina a los festejos en el pequeño pueblo.

Al caer la tarde del 24 de diciembre, Nuñez encendía y alimentaba con gruesos troncos a la caldera. Pronto por las cañerías empezaba a circular el vapor y los indicadores en las válvulas señalaban que la maquinaria estaba lista. A la hora señalada solo era cuestión de accionar el mecanismo que expulsaba el vapor para producir el característico sonido.

En las silenciosas noche de una Jardín América que aún no contaba con luz eléctrica, desde lejos podía escucharse a la caldera anunciando la llegada de la Navidad. Muchas familias esperaban ese momento para el brindis y los saludos.

Como dato interesante vale comentar que debido a la falta de heladeras, el método para enfriar las bebidas en esas noches de verano era sumergir las botellas en los pozos de agua. Después de un rato hundidas, las bebidas bajaban su temperatura y una vez recuperadas del pozo los mayores podían brindar con una fresca sidra y los más chicos disfrutar de las gaseosas en las botellas “de bolita”.

Feliz de hacer sonar una vez más su caldera, Nuñez dejaba accionada la sirena y se iba hasta su casa a saludar a los suyos. La máquina quedaba sonando por un buen rato, casi una hora, mientras su operario se dedicaba a brindar y cenar en familia. Al rato volvía, desenganchaba el improvisado mecanismo que había dejado activando la sirena, y el silencio volvía a apoderarse de la noche jardinense.

Una semana después repetía la operación. Llevaba más leña y desde la tardecita se aseguraba de tener todo listo. Llegado el nuevo año otra vez la caldera liberaba toda su potencia sonora.

Como aún no llegaban los cohetes y fuegos artificiales, los jovencitos se las ingeniaban para producir algún sonido estridente y sumarse al barullo. Generalmente el método era recurrir a una piedra de carburo y una lata en la que se acumulaba el gas producto de la reacción de ese mineral con el agua. Luego acercaban una especie de antorcha que encendía el gas y se producía una explosión tan ruidosa como peligrosa. Aún más peligrosos eran los que hacían ruido con algún que otro disparo de arma de fuego al aire.

A todos esos sonidos se le sumaba el grave canto de la sirena que esa noche había vuelto a funcionar. Las calderas de las otras fábricas también se hacían escuchar, y por momentos competían entre sí por el sonido más característico.

Al día siguiente, mientras grandes y chicos partían a refrescarse a las aguas del Tabay o del Capilla, Nuñez controlaba que todo haya quedado ordenado y limpio, las válvulas cerradas y los mecanismos engrasados. Los restos del fuego se extinguían y la caldera volvía a dormir hasta el año siguiente.

Según el relato de Villaverde, fueron varios años seguidos –hasta alrededor de 1961– en los que la máquina volvió a sonar para las fiestas, hasta que finalmente la fábrica fue desmontada y la caldera fue trasladada hacia un nuevo destino.

No sabemos si fue utilizada nuevamente en alguna fábrica o si terminó su vida útil convertida en chatarra, pero seguramente ya no alegró a grandes y chicos con su particular silbido anunciado la llegada de la hora de celebrar.