La orden de no encender cigarrillos dentro del cine, el encargado de hacerla cumplir y su estricta manera de lograrlo.



En los carnavales del Jardín de calles de tierra de los sesenta, era bastante común la presencia de disfrazados de “mascaritas”. Recibía tal denominación un traje que se hacía de manera casera pegando tiras de papel de diario sobre la ropa, hasta cubrirla por completo. Abarcaba calzados, pantalón, camisa y sombrero; y una vez vestida con el atuendo la identidad de la persona quedaba totalmente irreconocible.

Usualmente los mascaritas iban munidos de una media con un relleno semi rígido en un extremo al que generalmente agregaban talco o cenizas, que hacía las veces de inofensiva arma con la que golpeaban a conocidos y extraños en el bullicio de los festejos. También les servía como defensa antes los niños cabezudos que tenían por diversión acercarse al mascarita para arrancarle las tiras de papel que formaban el disfraz.

Como parte del personaje, los mascaritas también disfrazaban la voz hablando en falsete, con un sonido más agudo que el habitual, para no ser reconocidos y poder hacer bromas y pegar con la media entalcada a sus amistades sin ser identificados.

Entre los varios que usaban el atuendo de mascarita año tras año, había uno que le ponía un gran esmero en la confección de su traje. Varios días antes empezaba con la preparación, y llegado el carnaval desde media tarde ya andaba disfrazado por las calles de Jardín. Llevaba en la mano una vara en vez de la habitual media, que le servía como elemento de disuación para que los niños no lo molestaran.

Cuando se cruzaba con alguno de sus muchos amigos y conocidos, como buen mascarita hacía el cambio de voz y se expresaba en un tono bien agudo.

Pero lejos de poder ocultar su identidad, todos lo reconocian: “¿Que tal Nene? ¿Para que hablás así si ya sabemos que sos vos?”.

Por su figura delgada y encorvada, además de su hablar enrevesado era muy fácil identificarlo. Pero Nene no se desalentaba y continuaba alegre con su traje de mascarita, saludando con la voz cambiada a todos con los que se cruzaba.

Jorge Scheuerman, más conocido como Nene, era uno de esos personajes queridos por todos que transitaron las calles de nuestra ciudad. Una excelente semblanza de su persona la realizó el periodista Armando Dominguez en un artículo publicado en El Territorio en ocasión del 40° aniversario de la ciudad, en 1986:

Nene “Choeiman” no pasará a la historia grande de este pueblo por haber sido uno de sus pioneros, uno de sus mentores. Pero quedará fijado en la retina de muchos, y en la anécdota recreada, como uno de esos personajes kafkianos que impresionan, pero que también provocan una gran ternura.

Flaco alto, como si caminara sobre unos zancos, Nene comenzó a hollar las polvorientas calles jardinenses desde 1950, cuando sus padres y hermanos se afincaron en la zona. Su figura desgarbada no pocas veces fue motivos de pullas del piberío y de algún grandulón desubicado. Sin embargo, ninguna chanza tuvo la suficiente fuerza para herir su corazón.

Desde esa época y hasta ahora, lava autos, corta leña, cuida niños, y está donde lo necesita el vecindario.

En su media lengua evoca a Hugo y Armando Von Zeschau, Jorge Machón, Santiago Lirussi, José Mercedes Gimenez, Kalitko, intendentes municipales de quienes fue cadete, y ahora con José Antonio Lovello en el salto Tabay.

Nene (en realidad Jorge Scheuermann, 46 años), afectado por una enfermedad que menguó su capacidad expresiva en la niñez, es un solitario que sigue caminando incansablemente con una sonrisa en los labios y un asombro permamente en los ojos.

Este pintoresco personaje, a pesar de haber intentado, no aprendió a leer. Sólo alcanzo a garabatear una firma y fue suficiente. Por otros caminos supo ganarse afecto y confianza.

Tal como lo relataba Domínguez, Nene era muy apreciado por los vecinos, y se ganaba la vida realizando los más variados trabajos para todo aquel que se lo pidiera.

Trabajó en el cine local desde prácticamente los inicios del emprendimiento. Realizaba funciones de portero, mandadero, acomodador, y cualquier otra tarea en las que pudiera colaborar. Los dueños iban cambiando con el avance de la década del sesenta –Mario Krindges, Jorge Francisco Machón y Juan Fontana–, pero Nene permanecía en su puesto, ejecutando todas esas tareas con su habitual diligencia.

Pero había una en la que ponía un énfasis particular. A veces excesivo.

Dentro del cine estaba prohibido fumar. Lo anunciaban grandes carteles colocados en diversos lugares del salón. Sin embargo, cada tanto aparecía algún desubicado que ignoraba las indicaciones y prendía su cigarrillo en medio de la función.

Estado en los últimos años del edificio del cine -hoy ya derrumbado- en el que Nene hacía cumplir la prohibición de fumar

En el ambiente cerrado enseguida el característico olor del cigarrillo se hacía notar, y entonces Nene montaba en cólera al darse cuenta que había alguien fumando en la sala. En la oscuridad buscaba al atrevido mediante la lumbre del cigarrillo que aumentaba de intensidad cada vez que aquél daba una pitada.

Cuando identificaba la ubicación del maleducado, iba furioso hacia el lugar. Y aunque el dueño del cine le había dicho en repetidas ocasiones que solo pidiera al fumador que apagara el cigarrillo, muchas veces los nervios de Nene le hacían perder el control y extralimitarse en sus funciones.

En medio de la oscuridad sorprendía de un sopapo al fumador, haciendo que el cigarrillo volara por los aires. Agregaba en su lengua difícil de entender algunos insultos y retos, y para cuando el asombrado espectador terminaba de comprender lo que había pasado, Nene ya estaba de vuelta en su habitual ubicación cerca de la entrada del salón.

El espectador no volvía a encender el pucho, y Nene quedaba satisfecho por haber indicado con su particular manera que allí, no se podía fumar.