Sobre el particular castigo que los gendarmes imponían a los ladrones de aves de corral.



Hacia mediados de la década del cincuenta, cuando Misiones comenzaba a transitar su vida institucional como provincia, en algunas localidades aún era la Gendarmería Nacional la encargada de garantizar el orden. Si bien antes de la provincialización ya existía la Policía del Territorio Nacional –que en 1957 daría paso a la Policía de la Provincia–, por aquellos años eran los “Centinelas de la Patria” quienes desempeñaban la tarea de seguridad en Jardín América.

Por varios años su pequeña dotación formada por hombres provenientes de diversos puntos del país fue parte de la localidad que empezaba a crecer. A pie, lomo de caballo, o en algún camión Chevrolet Frontal Canadiense recorrían la amplia y agreste zona de Jardín América y sus alrededores.

Además de combatir el delito –por lo general peleas, hurtos y cuatrerismo– muchas veces también cumplieron funciones sociales tales como trasladar enfermos, llevar un mensaje urgente –en una época en que no había teléfonos y su radio enlace era el único medio de contacto– y hasta alguna vez hacer de parteros involuntarios en zonas alejadas del incipiente casco urbano.

Tenían su destacamento sobre calle Aconcagua, aproximadamente frente a donde hoy se encuentra la firma Repuestos Ruta 12. En esa época, la arteria vial corría enmarcada por altos barrancos sobre los que se ubicaban los diversos locales y viviendas. El edificio de la Gendarmería estaba sobre uno de esos barrancos, y desde su playón se tenía una visión privilegiada de los alrededores..

También lo que acontecía en el playón, por su posición elevada, podía ser visto sin problemas por los que pasaban por la calle. Y es así que era utilizado por los gendarmes como escenario para aleccionar a alguno de los rateros que cada tanto eran apresados.

A los clásicos castigos de barrer y baldear las instalaciones que imponían a borrachines y otros infractores leves de la ley, había uno que solían utilizar con los que robaban gallinas.

Cuando apresaban a un ladrón de gallinas con las manos en la masa –mejor dicho en las plumas, con en el ave en la bolsa– lo llevaban al calabozo y luego de hacerle pasar la noche allí, al día siguiente le asignaban una particular tarea.

Daban al ladrón un banquito, un tacho con agua, jabón y un cepillo; y le indicaban que traslade todos esos elementos al centro del playón.

Acto seguido ponían en sus manos la gallina –que había sido incautada como prueba del delito– , y le ordenaban que lavara las patas del animal. Si eran varios los plumíferos robados, la orden era lavar las patas de todos ellos.

El preso llevaba la gallina hasta donde había dejado el tacho, y empezaba la labor ante la atenta mirada de los gendarmes de guardia y las risas de los que pasaban por la calle.

Además del lavado, el mandato incluia explicar a viva voz la causa de tal castigo. Cada vez que pasaba alguien por la vereda del destacamento, el ratero debía informar: “Señor, estoy lavando las patas de la gallina como castigo por ladrón”. O si se trataba de una dama: “Señora, esto me pasa por haber robado esta gallina”.

En un pueblo chico, enseguida la noticia se difundía. Pronto todos sabían quien era el que estaba lavando la gallina en el playón del destacamento. Para mayor escarnio, si tenía amigos burlones, muchas veces éstos apenas enterados venían a ver el espectáculo y reirse de su colega en desgracia.

La labor aparte de vergonzosa no era nada sencilla. El animal, no acostumbrado a esos menesteres, cada vez que sentía el cepillo contra sus patas lo único que hacía era intentar liberarse, clavando sus fuertes garras sobre las manos y brazos del ya por entonces arrepentido ladrón.

Después de un rato, venía el jefe de la guardia a supervisar la tarea. El caco aliviado, pensando que ya iba a terminar su faena, mostraba el progreso de la limpieza. El gendarme examinaba atentamente, y le decía “¡Esto esta sucio! Siga lavando, ¡que quede bien limpio!”. Y al ratero no le quedaba otra que seguir con el cepillo, el agua y el jabón, sin dejar de explicar a los transeúntes la causa de su tormento.

Pasado un buen rato de explicaciones, lavados y arañazos, finalmente el gendarme a cargo daba por terminada la tarea y lo volvían a meter al calabozo.

Al tratarse de delitos menores, y si el reo no tenía antecedentes graves, lo más probable era que horas más tarde lo liberaran. La gallina era devuelta con sus patas brillantes a su legítimo dueño.

El ladrón volvía a su casa lleno de vergüenza por la situación vivida, y por lo general aprendía la lección y nunca más se aventuraba por gallineros ajenos.