Una carrera cuadrera en la que muchos apostadores jardinenses habían puesto sus esperanzas y sus ahorros.


Carlos Gardel - Por Una Cabeza

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Ya en 1935, la pluma de Alfredo Le Pera y la voz de Carlos Gardel plasmaron en un tango que luego se volvería un clásico la moraleja que se podría aplicar a esta historia. El morocho del Abasto cantaba “Por una cabeza”, que empieza con estos versos:

Por una cabeza de un noble potrillo
que justo en la raya afloja al llegar,
y que al regresar parece decir:
No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…

Sin embargo, hacia fines de 1963, en Jardín América pocos recordaban esa pequeña enseñanza escondida en la célebre canción. Quizás debido a que entre los ritmos que más gustan en la región no se encuentre el tango, o más probablemente porque la carrera que se estaba preparando tenía todos los condimentos para despertar una gran atracción en la población.

Por aquellos años, frecuentemente se armaban carreras cuadreras que congregaban un numeroso público local y de poblaciones vecinas. Al atractivo de la competencia se sumaba la posibilidad de realizar apuestas, y con ello –si la suerte y los datos sobre los caballos y sus jinetes eran correctos– lograr unos buenos pesos al final de la tarde.

La pista o cancha se montaba sobre una franja de unos 400 metros a lo largo de la Av. Iguazú, por entonces aún de tierra. Generalmente la largada se realizaba desde el este, y la línea de meta se encontraba en la cancha de fútbol que años después vendría a ser la Plaza Colón.

A diferencia de lo que sucede en los hipódromos, en este tipo de carreras solo participan dos jinetes –también conocidos como jockeys o guainos– , montando sus caballos a los que también se los suele llamar parejeros.

Cuando se da la orden de largada, cada uno de los jinetes aplica su mejor técnica para lograr llegar primero a la meta. Entre nubes de tierra y el tronar de los cascos al galope, en pocos segundos se define quien es el ganador en la pista; como así también fuera de ella, entre los expectantes apostadores que se agolpan a los costados sin despegar los ojos de la carrera.

A los aficionados a este tipo de competencias se los llama burreros. Además de asistir como meros espectadores, algunos de ellos se involucran aún más al apostar fuertes sumas de dinero por el equino de su preferencia.

En el Jardín de aquellos años había muchos burreros que seguían con sumo interés las periódicas carreras en la región. Mantenerse al día con los resultados, además de incentivar su pasión les servía para conocer el desempeño de los diversos caballos, y así poder decidir con mayor seguridad al momento de realizar las apuestas.

En los primeros años de la década del sesenta, había un caballo que despertaba la atención de los fanáticos locales. Su nombre era “El Fierro”. Era un zaino –es decir, castaño oscuro– que había sido traído desde Corrientes por un grupo de burreros que habían formado una especie de asociación para competir con su caballo en carreras cuadreras.

El grupo era liderado por Isidoro Altamirano, quien en su propiedad albergaba y cuidaba al animal. Otros que formaban parte del consorcio eran Ramón Prieto, de Puerto Tabay; Pastor Valenzuela, Ambrosio Cáceres y El Chino Aguirre (de Puerto Mineral los dos últimos).

Bajo la rienda del guaino Miguel González, de Puerto Leoni, El Fierro había logrado un desempeño notable: 19 carreras ganadas y 2 empates. Con semejante historial, las sumas que se invertían en apuestas a su favor cada vez eran mayores.

Por su excelente fama, eran muchos los que querían disputarle una carrera. Desde Aristóbulo del Valle, con los dueños de El Fierro se contactó otro grupo de burreros, para organizar una cuadrera. En aquella localidad se encontraba “El Mbiguá”, un caballo rojo cobre que había sido traído desde Brasil y pertenecía a la familia Ghral.

Los jardinenses fueron hasta Aristóbulo para concertar los detalles de la carrera. Como primer paso, pidieron ver a El Mbiguá. Los sorprendió gratamente encontrarse con un caballo un tanto sucio y descuidado, con el pelaje enredado pastando entre unos yuyos en un claro de un monte. Evidentemente con ese aspecto no sería rival suficiente para el célebre Fierro pensaron, y sin dudarlo aceptaron realizar la competencia. Establecieron la fecha, acordaron otros detalles organizativos y emprendieron la vuelta a Jardín.

En la pequeña localidad pronto se supo de la aparente mala condición del otro equino, y enseguida todo el pueblo empezó a interesarse en apostar en una carrera que se vislumbraba que solo sería un trámite para el crédito jardinense.

Llegó el domingo de la carrera. Fue hacia fines de 1963, posiblemente noviembre aunque no disponemos de la fecha exacta. Desde temprano los espectadores se congregaron a lo largo de la avenida Iguazú. Y las apuestas comenzaron a efectuarse.

Las apuestas en dinero se establecían “al 2x1”, es decir, se recibía el doble de lo invertido si triunfaba el caballo por el que se había apostado. Por supuesto que se perdía todo si ganaba el otro contendiente.

Debido a la fama y a su historial de victorias, esta vez las apuestas a favor de El Fierro entre el público jardinense se incrementaron notablemente. Además de apuestas en dinero, algunos incluso apostaban elementos tales como bicicletas, motos, heladeras, y cualquier otro objeto de valor a su alcance.

Entre los más apasionados, hubo casos de burreros que ponían en riesgo sus terrenos con tal de apostar. Es el caso de Pastor Valenzuela, uno de los propietarios de El Fierro. Aún hoy, su hija Carmen recuerda que para el día de la carrera su padre había buscado por toda la casa el título de propiedad del terreno familiar. No lo encontró porque atinadamente su esposa, conociendo la fiebre hípica de Pastor, había escondido el importante documento en el cielorraso a modo de prevención.

Otros asiduos participantes de estos eventos eran Pepito Sosa, quien venía desde Santo Pipó; los hermanos San José de Colonia Gisela; Bernardo Kolmaier, conocido carnicero local; los correntinos hermanos López; y don Brizuela, a quien la muchachada había apodado Cabayú Bigote –es decir bigote de caballo– por su prominente mostacho.

Finalmente el esperado momento de la carrera llegó. Los caballos fueron acomodados en la línea de largada mientras sus respectivos jinetes se encargaban de hacer los últimos ajustes a las riendas. Los conocedores del tema – que eran muchos– al mirar a El Mbiguá notaron algo raro. Incluso los que lo habían visto en Aristóbulo se vieron sorprendidos: frente a ellos tenían un caballo que sin duda era el mismo que habían observado pastar, pero nada quedaba de su aspecto abandonado. Su pelaje brillante relucía bajo el sol del mediodía, y su porte indicaba que poco tenía que envidiar a El Fierro que estaba a su lado.

Aparentemente, había existido una dosis de picardía cuando les habían presentado a Mbiguá algunas semanas antes. Lo habían dejado sucio un par de días, con el pelaje desarreglado y en medio de unos yuyos para aparentar que se trataba de un caballo poco preparado para hacer frente a El Fierro, pero ahora que llegaba la hora de la verdad, El Mbiguá aparecía en su plenitud.

Ya era tarde para bajar las expectativas de la muchedumbre que hinchaba –y apostaba– por El Fierro. Además, con los 19 triunfos en su haber, era de esperar que El Fierro una vez más demostrara su fibra de campeón dejando atrás al principiante El Mbiguá.

Pero no fue así. El Fierro perdió.

Los memoriosos cuentan que, a diferencia del tango, la ventaja no fue de una cabeza, sino que fue de casi un cuerpo. El caballo local, triunfador de 19 carreras, había sido derrotado. Se había roto su racha de victorias, y las esperanzas de una gran cantidad de apostadores.

Nunca se supo con certeza cuanto fue el dinero que se había apostado, pero se sabe que fueron sumas inmensas. Con la derrota, muchos perdieron grandes cantidades de dinero y bienes.

En el estupor por el resultado adverso, pronto se intentaron buscar las razones. Aparte de la picardía de El Mbiguá presentado descuidado, enseguida se sumó una de más peso. Con el correr de las horas, y después de darle vueltas al tema, los burreros locales con la furia por la pérdida, encontraron en el desempeño del jinete uno de los puntos claves.

dibujo: Mario Arrieta.

Casualmente, para esta carrera El Fierro no había sido montado por Miguel González, su jinete habitual, sino que la tarea había recaído en un guaino correntino que había sido contratado especialmente para la ocasión. Bajo la mirada crítica de los burreros jardinenses, ese jinete había conspirado para evitar que El Fierro desplegara todo su potencial. En vez de azuzarlo para que corriera a toda velocidad, decían que el correntino lo había frenado en los últimos metros. Y que solo por eso El Mbiguá había logrado la victoria.

Una partida de enfurecidos apostadores salió a buscar al guaino en cuestión, pero no lo encontraron. Ya se había ido de Jardín apenas terminada la carrera. Si fue por su culpa que se haya perdido nunca quedó del todo dilucidado, pero lo que si estaba claro es que se había perdido mucha plata.

Fue una especie de cimbronazo a la economía de la pequeña localidad. Algunos se atreven a compararlo con otro hecho que había afectado de manera muy grave a Jardín unos años antes: el incendio de la fábrica de terciados en noviembre de 1956. Tras ese siniestro, con la pérdida de la fuente laboral para unos 200 obreros, muchas personas tuvieron que emigrar en busca del trabajo perdido. Ahora, luego de la carrera, muchos habían invertido todos sus ahorros y bienes esperanzados en recuperarlos rápidamente con la apuesta, pero al final del día habían quedado prácticamente en la calle.

Por largos meses la perdida carrera fue tema de conversación en el pueblo. Por pudor y vergüenza, no era común que la gente contara lo que había apostado y perdido, pero de a poco se iba conociendo. Se supo que para poder llevar lo ganado, los apostadores de Aristóbulo tuvieron que traer un camión y allí cargar lo obtenido.

Sin embargo es de destacar el valor que por aquellos años tenía la palabra empeñada. Las apuestas se realizaban prácticamente de palabra, y aunque no había documentos que las certificaran, aquellos a los que las suerte les fue esquiva, aceptaban las consecuencias y cumplían con el pago.

Para El Fierro esa fue su última carrera. Después de ese día nunca más corrió en otra cuadrera y pasó el resto de su vida jubilado en un piquete en Puerto Mineral.

Los burreros jardinenses, si bien golpeados, no dejaron de lado su fanatismo. Aunque muchos aprendieron en carne propia la dura lección al apostar y perder dinero, siguieron asistiendo a las carreras, y por supuesto, continuaron arriesgando su patrimonio.

Más de uno se prometió a si mismo no volver a apostar. Pero la pasión era mayor y finalmente caían de nuevo en la tentación. Tras aquella célebre carrera, los burreros jardinenses podrían haber hecho propias las líneas con las que Gardel finalizaba el conocido tango:

Basta de carreras, se acabó la timba.
¡Un final reñido ya no vuelvo a ver!
Pero si algún pingo llega a ser fija el domingo,
yo me juego entero. ¡Qué le voy a hacer..!