Acerca de los riesgos de confundir al dueño del terreno –en el que se está excavando en pos de un tesoro– con un fantasma.



En plena siesta, el habitual silencio de El Campito se interrumpe con el sonido del metal golpeando la roja tierra misionera.

Equipados de pala y pico, los hermanos Arnoldo (Arno) y Carlos (Cali) Kenig se turnan en la ardua tarea de hacer un pozo. No es el primero que hacen en esa zona y en su fuero íntimo ambos esperan que sea el último.

Arnoldo, por su figura alta y flaca, había recibido por parte de los muchachos del pueblo el apodo en guaraní de vyrajacuá –literalmente, palo puntiagudo– tal como se denominaba a un utensilio empleado por los agricultores como herramienta para la siembra.

La escena ocurre en los últimos años de la década del 50. El lugar es El Campito, área de pasturas y arbustos, de algunos kilómetros cuadrados de extensión que se ubicaba en lo que hoy es la margen izquierda del acceso a los Saltos del Tabay. Su paisaje era parecido al de los campos de Corrientes o al del sur de Misiones y se encontraba rodeado del monte misionero.

Cuando Jardín aún era una pequeña villa –e incluso antes– en El Campito paraban a descansar y pasar la noche los troperos y el ganado vacuno que conducían en sus desplazamientos por los rudimentarios caminos de la época.

Pero más allá de ser como una mancha de campo en medio de la selva, o de su condición de referencia para los viajeros cansados, El Campito tenía también un aura de misterio y de leyenda a su alrededor porque se decía que debajo de sus tierras escondía un tesoro. Se creía que en El Campito había un “entierro”.

Cuando una leyenda se hace conocida, es prácticamente imposible hallar su origen. Circula de boca en boca y con el paso del tiempo toma vida propia, va creciendo y mutando, incorporando nuevos matices y colores.

En este caso la creencia decía que hacía muchos años alguien había enterrado en el lugar un tesoro al cual, vaya uno a saber por qué, nunca había vuelto a buscar. Se pensaba que las riquezas seguían allí, bajo tierra a la espera de ser descubiertas.

En alguna versión de la leyenda, los que escondieron el tesoro habían sido los jesuitas antes de ser expulsados de América. Con la ayuda de los guaraníes habían guardado oro para cuando pudieran volver a estas latitudes.

En otra interpretación, el tesoro no era jesuítico sino de la época de la Triple Alianza, cuando la Guerra Grande avanzó con su destrucción y la única manera de poner a buenresguardo los valores era protegiéndolos en algún escondite subterráneo.

Desde las novelas de piratas es bien conocido que todo tesoro necesita una manera de ser encontrado después por el que lo escondió. Es necesario un mapa o una señal sólo conocida por el dueño para poder ubicarlo y recuperarlo. Según alguna de las variaciones de la leyenda local, el tesoro de El Campito estaba resguardado debajo de una cruz de hierro forjado, cual tumba solitaria en medio del campo. Ingeniosa manera de protegerlo, ya que se sabe que ningún cristiano en sus cabales se atrevería a molestar al difunto que descansa bajo la cristiana insignia.

Con los años, varios vecinos del pueblo contaron haberse topado con aquella cruz, pero fruto del desconocimiento y el susto por el encuentro repentino y solitario, salieron a gran velocidad del lugar sin prestar atención a la ubicación exacta de la señal. Hace algunas décadas toda la zona fue destinada a la plantación de pinos, por lo que seguramente en el proceso de adaptar el terreno, la legendaria cruz fue arrancada por alguna topadora y si alguna vez marcó el lugar del mítico tesoro, hace tiempo ya que la señal desapareció. Queda el lector advertido para no intentar en vano ubicar aquella cruz.

No sabemos exactamente cual de las versiones de la leyenda tenían Arno y Cali, ni cómo decidían dónde hacer sus exploraciones, pero en esa siesta que relatamos se encontraban ocupados cavando en busca del legendario entierro.

Habían hecho ya varias excavaciones en otros lugares de El Campito, pero en ninguna habían llegado al tesoro. Comotodas las veces que empezaban un nuevo pozo, tenían la esperanza que ese fuera el último, que una palada finalmente dejase de levantar solamente tierra y chocara con otro material, metal quizás o madera ya frágil por la acción del tiempo. Y que las paladas siguientes fueran dejando a la luz un cofre o algún otro tipo de recipiente, que en su interior albergara el oro y otras riquezas.

La excavación seguía con buen ritmo. Cada tanto los hermanos se turnaban en la tarea y mientras uno descansaba el otro se dedicaba con todas sus fuerzas a seguir cavando, con la expectativa de estar cada vez más cerca del tesoro.

Es así que en uno de esos cambios de roles Arno empezó a excavar, mientras Cali descansaba a unos metros del pozo. Con los brazos agotados, sentado contra un árbol, Cali de pronto creyó divisar a lo lejos la figura de alguien que se acercaba caminando.

Cali se puso alerta. Que alguien se acercara no era bueno. Si llegaba hasta donde ellos estaban iba a querer preguntar que estaban haciendo cavando en ese lugar, algo difícil de explicar dada la naturaleza de su actividad, y más aún teniendo en cuenta que se encontraban en terreno ajeno, en la chacra de don José Méndez Huerta más precisamente.

Mientras Arno continuaba cavando, su hermano menor cada vez se ponía más nervioso al ver que la figura se seguía acercando a paso firme. Es más, hasta le pareció distinguir que el que estaba viniendo no era cualquier caminante sino que se trataba del propio dueño del terreno. Decidió entonces interrumpir a Arno para contarle la novedad:

– Che Vyrajacuá, ¡parece que allá viene Méndez Huerta!–le indicó sobresaltado.

Arno en vez de sorprenderse o asustarse, lo tomó como una señal positiva y le respondió que deje de mirar, que seguro lo que veía eran apariciones.

–Ha de ser que ya estamos cerca del tesoro– acotó alegremente antes de retomar la tarea.

La creencia generalizada es que cuando hay un entierro cerca, se producen apariciones fantasmales, fogatas espectrales y diferentes señales que indican la presencia del tesoro. Se dice también que puede aparecer el espíritu o fantasma del antiguo dueño, con la intención de asustar al que está intentando desenterrarlo, para hacerlo desistir de su empresa.

Por eso Arno siguió cavando, con más ahínco que antes, convencido de que ya estaban cerca de lo que venían persiguiendo desde hace tanto tiempo. Se estaba imaginando las riquezas que se encontraban solo a contados golpes de pala de la superficie, cuando su hermano lo sacó de sus ensoñaciones.

– Pero te digo que es Méndez Huerta, ¡ya está más cerca y hasta parece que trae una escopeta! – le informó cada vez más preocupado.

dibujo: Mario Arrieta.

Nuevamente Arno en vez de alarmarse lo tomó como una señal inequívoca de que el fantasma estaba tratando de asustarlos para que desistieran de la búsqueda.

Y otra vez le recordó a Cali que no tenía que mirar, que el fantasma lo que quería era espantarlos. Que mejor bajase a ayudar, que de seguro ya estaban muy cerca del objetivo.

Sin dejar de preocuparse, Cali decidió hacer caso a su hermano y dejó de mirar al caminante que ya estaba solo a unas decenas de metros de ellos.

Para evitar asustarse todavía más, enfocó su mirada en el pozo y se dedicó a colaborar en la labor.

Siguió el ruido de la pala contra la tierra, siguieron los hermanos entusiasmados cavando, pero de pronto una voz que nada tenía de espectral les habló ya al lado del pozo:

–¿!Qué están haciendo en mi terreno ustedes?!

El espectro no era tal sino que se trataba de don José Méndez Huerta que andaba de recorrida por su chacra cuando de lejos divisó a los hermanos cavando y había decidido ir a ver lo que éstos hacían.

Machete en mano –no para amedrentar sino porque esa era la manera de moverse en el monte– se había finalmente topado con los autores de tantos pozos en su propiedad.

Esa tarde no hubo tesoro desenterrado para los hermanos Kenig, pero sí una orden de Méndez Huerta: “Me tapan ese pozo ya mismo y se van. No los quiero ver más por acá”.

Tiempo después, quizás ya cansado de tantas búsquedas infructuosas, Cali relataría jocosamente esta anécdota.

Años más tarde, Méndez Huerta confirmaría la veracidad del hecho, contando que “efectivamente, esos muchachos me llenaron el terreno de pozos, mis vacas tropezaban en los agujeros que dejaron…”.

Entre risas aclaraba: “…Por supuesto que no encontraron ningún tesoro ni cosa parecida”.